Se creía que con el resultado azucarado que daban las elecciones del domingo en la antigua sede de la cultura helénica, el agridulce sabor de la yogurtera griega iba a endulzarnos la llegada de un verano extraviado y desorientado en rentabilidad y proyectos de futuro. No. La prima de riesgo alcanza récords históricos; el Ayuntamiento nos anuncia su plusmarca de deuda –760 millones de euros–, pese a los recortes, y sigue solicitando fe en su solvencia y para nuestros Patronos; las medusas gigantes emergen en nuestro litoral después del conocimiento superficial que tenemos del estado del sistema financiero; los médicos y enfermeros de los hospitales de la capital manifiestan su cansancio por seguir curando la epidemia generada por los microorganismos administrativos reajustados, en esta coyuntura de UCI, que padecen y nos afectan; y la bruma que nos cerca en estos días de comienzo de solsticio nos lleva a coexistir entre las sombras refrescantes de nuestra memoria, en ese recuerdo que siempre enmarcamos con la música de aquellos veranos que vivía Málaga.

Mañana –comprometida palabra en la actualidad–, con la llegada del estío, se conmemora la celebración internacional de la Fiesta de la Música que se celebra para promocionar este arte sin importar estilos ni orígenes. Debemos –más aún en estos días de canícula– de mostrarnos agradecidos por los sones de la música porque constituye un cambio seductor, en el deambular aciago, que nos llena durante un tiempo de algo diferente rompiendo esta monotonía apesadumbrada. Pongamos melodía en nuestras existencias –nos acompañó desde el primer llanto– y combinemos sus sonidos y silencios para despertar la esencia de nuestra propio sosiego. Dice W. Amadeus Mozart que lo más necesario, difícil y principal en la música es el tiempo; no dejemos que no los roben. Así, que suene