La esposa de Mariano Rajoy ha salido por primera vez de su enclaustramiento en La Moncloa para acompañar al presidente a la cumbre del G-20 en México. Elvira Fernández Balboa ha sido vista en media docena de actos de escasa trascendencia desde que su marido, al que besó en público en el balcón de Génova cuando el triunfo aún parecía un triunfo, ganó las elecciones. Se le adjudica el adjetivo de «discreta» porque no se le puede poner otro dada su nula proyección. Y se la llama primera dama, aunque en España dicho honor no existe. «La única primera dama es la reina», afirmó en su momento Carmen Romero, esposa por entonces de Felipe González. Ventajas de disponer de toda una familia, la real, que asume las funciones de representatividad. Envidia deben sentir los vecinos del país de al lado y próximo rival de la Roja, que tampoco han regulado legalmente el papel de la consorte del presidente de la República porque no había hecho falta hasta hoy. Hasta que el concepto de «nueva familia» se ha instalado en el Elíseo, con todas sus modernas circunstancias, y ha alumbrado una mezcla de folletín y serie de intrigas de alta política que amenazan con amargar a François Hollande su dulce victoria electoral.

Juro que ni por un minuto creí que el tranquilo Hollande aventajaría en una semana en cuanto a líos sentimentales y familiares a Nicolas Sarkozy, que en seis meses se divorció escandalosamente y se casó con Carla Bruni. Pero así ha sido, muy a su pesar, superando unas expectativas que su pareja, la periodista Valérie Trierweiler, había colocado muy altas cuando en campaña anunció que no pensaba ser «un florero». Empeñada en defender su independencia, la novia del presidente mantiene su puesto de periodista en la revista Paris Match, aunque en el área cultural, porque desea ganarse la vida y alimentar por su cuenta a sus tres hijos. Impecable si del maridaje entre periodismo y poder no saliese siempre un engendro malo para la información y peor para la democracia. A la semana de que su compañero organizase su gabinete, la aguerrida reportera lanzaba a sus conciudadanos un reto: el de ayudarla a reinventar el papel de primera dama, obsoleto y arcaico, para llenarlo de contenido. Lejos de esperar la respuesta, pasó a la acción como una locomotora sin frenos.

Y lo hizo montando un lío monumental con la ex y madre de los cuatro hijos de Hollande, Ségolène Royal, quien se disputaba un escaño con un disidente socialista a quien Trierweiler apoyó mediante un tuit, en contra de la postura oficial expresada por el propio líder galo. El escándalo ha sido mayúsculo, interpretándose como la culminación del exterminio de la mujer a la que la periodista «robó» el marido. Royal perdió el domingo sus últimas elecciones, y Francia se pregunta por qué ha ganado la otra, una mujer a la que nadie ha votado, y que mezcla sus celos personales con asuntos políticos con un desparpajo y una falta de prudencia notables. La kafkiana explicación de que su cuenta de Twitter fue pirateada se ha demostrado falsa y ha contribuido a fomentar la imagen perversa de una primera dama intrigante que manda más que el primer caballero. Lo bueno de liarla temprano es que a Valérie Trierweiler le queda mucho tiempo para cerrar sus cuentas en las redes sociales y reinventarse como la mujer «discreta» que atestigüe que en Francia y en su casa manda François Hollande. Pero yo dudo que quiera o pueda. No está en su naturaleza.