Ya no recuerdo cuándo ocurrió el caso de Monica Lewinsky, pero debió de ser hace unos quince años. Bill Clinton, entonces presidente americano, tuvo un affaire con una becaria, incluyendo un episodio amoroso en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Nada, por supuesto, que no hubiera pasado cientos de veces antes, sobre todo durante las presidencias de Kennedy y Lyndon Johnson (que era incluso más fogoso que Kennedy, según me contó una periodista americana que conocía muy bien los intríngulis de Washington). El caso es que Monica Lewinsky se fue de la lengua y alguien le pasó la información a un fiscal que estaba investigando un caso de acoso sexual del presidente Clinton. Poco después la historia saltó a los periódicos.

Clinton es un hombre inteligente y podría haber dicho que lo que ocurrió entre él y la becaria, mayores de edad los dos, era un asunto que no incumbía a nadie (bueno, también incumbía a la mujer de Clinton, aunque ella mantuvo un altivo silencio que le facilitaba las cosas a su marido). Pero Clinton, por las razones que fueran, se asustó. Hizo una declaración pública en la que aseguraba que no había mantenido ninguna relación sexual con «la señorita Lewinsky». A los pocos días salieron a la luz toda clase de detalles escabrosos, incluyendo un vestido azul con manchas sospechosas y un puro habano que había sido confundido con un dilatador ginecológico. En vista de las pruebas, el Congreso decidió acusar a Bill Clinton de perjurio y obstrucción a la justicia, así que fue juzgado en el Senado, un hecho que sólo había ocurrido una vez en la historia de los Estados Unidos: en 1868, cuando era presidente Andrew Johnson (Richard Nixon, el otro presidente procesado, dimitió en 1974 antes de ser juzgado). Al final, Clinton fue absuelto por los pelos. Y dos años después fue reelegido.

¿Por qué un hombre tan inteligente como Clinton se metió en un lío innecesario? No lo sabemos. Llorenç Tous, que le enseñó la catedral de Palma hace unos diez años, me contó que el ex-presidente americano le había hecho unas preguntas muy atinadas y que siempre se fijaba en todo. «Es un lince», me dijo. Entonces, ¿por qué mintió? Tal vez lo hizo por vergüenza, o porque estaba tan seguro de su poder que se creía que sus mentiras iban a ser convincentes. Pero el caso es que mintió, y eso estuvo a punto de costarle la carrera. Y cito ahora a Bill Clinton por el caso del juez Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, y por lo tanto cuarta autoridad del Estado. ¿Por qué se empeñó en marear la perdiz, cuando se descubrió que había gastado 30.000 euros de dinero público en cenas y en hoteles de Marbella? ¿Por qué quiso ocultar los hechos? ¿Por qué fue dando respuestas torpes y balbucientes?

De hecho, lo que hizo Dívar con sus famosos fines de semana de cuatro días en Marbella no era ilegal ni siquiera improcedente. Desde luego que no era bonito, pero el disparatado sistema legal que tenemos permitía hacerlo sin problemas. Dios sabe la de facturas de cenas y cuchipandas que los grandes servidores del Estado le han cargado al contribuyente con todas las bendiciones de los servicios jurídicos y de la inspección general del Estado. Y ahora llegamos a lo mejor del caso, porque lo más vergonzoso del caso Dívar, por asombroso que parezca, no fueron los hechos en sí, sino que fueran totalmente lícitos. La cuarta autoridad del Estado se iba a Marbella, de jueves a domingo, con todos los gastos pagados en hoteles de lujo, y todo eso era no sólo legal sino también normal. He aquí el verdadero escándalo de este asunto.

Por eso no entiendo que la defensa de Carlos Dívar haya sido tan torpe. Cuando intentó explicar lo que había hecho, se embarulló y se asustó hasta tal punto que él mismo parecía acusarse de haber hecho algo malo. Pero repito que lo más asombroso era que «no» lo había hecho, ya que su conducta, con la ley en la mano, había sido irreprochable, aunque pareciera la conducta de un concejal marbellí de los tiempos de Jesús Gil. Ahora se sabe que sus viajes a Marbella tenían una motivación sentimental que no nos interesa nada, igual que no debería interesarnos lo que hacía Bill Clinton con la becaria Monica Lewinsky. Pero se ve que Carlos Dívar no lo entendió así y sufrió un ataque de pánico que al final le costó el puesto. Debería haber sido más valiente y quizá hasta podría habernos dado una lección a todos.