La frase que encabeza este artículo se atribuye al matemático y filósofo racionalista René Descartes (s. XVII) y es la que inspira estos comentarios, dando pie a unas reflexiones sobre aspectos básicos del comportamiento. ¿Hacemos lo que pensamos o, simplemente, actuamos por impulsos?

Es probable que no lleguemos a las mismas conclusiones cuando analizamos nuestras propias actuaciones, que cuando reparamos en las de los demás, entre otras razones, porque no tenemos medios para determinar hasta qué punto –los otros– hacen uso del racionamiento o simplemente se dejan llevar por la intuición; por cierto, esta diferenciación es un detalle interesante, sobre todo, cuando se asumen responsabilidades directivas.

Diferenciar el lado consciente del inconsciente es una tarea compleja que sin embargo se explica de una forma sencilla. Por ejemplo, cuando subimos o bajamos una escalera no vamos dando órdenes a nuestras piernas para que se muevan en uno u otro sentido, porque lo hacemos de manera casi involuntaria; es más, si decidiésemos moverlas de una forma consciente, lo más seguro es que acabásemos tropezando con los escalones.

La mayor parte de los actos que realizamos de forma cotidiana responden a un esquema en el que no formulamos requerimientos a nuestro libre albedrío, afortunadamente. Y esa evidencia se convierte de hecho en una oportunidad para volcar en nuestro lado más racional todas las exigencias que cada caso requiera.

En función de las tareas que desarrollamos a lo largo del día, igual que ocurre desde el punto de vista físico, esas apelaciones continuas a la mente pueden condicionar las posibilidades de acierto. Por eso es muy conveniente saber cuál es el mejor momento para poner en marcha nuestras capacidades, sobre todo las intelectuales. Salvando puntuales diferencias, es natural que no rindamos lo mismo tras un reparador descanso que después de una dura jornada de trabajo. Qué duda cabe que también existen estímulos que pueden modificar esta lógica, pero no son los más recomendables, especialmente, cuando pueden ser inducidos de forma artificial o, dicho de otro modo, si no proceden de una emoción positiva o de una motivación intrínseca. No creo que necesite ser más explícito.

En definitiva, se trata de ser conscientes de que nuestra energía mental, la que nos proporciona esa posibilidad de discernir con claridad lo que más nos conviene también se puede agotar y, lo peor es que ocurra cuando más la necesitamos. Esta consideración es especialmente útil si prolongamos la jornada laboral más allá de lo razonable. En estos casos, es recomendable establecer breves periodos de descanso, que podríamos complementar con auto-relajación o con la práctica de determinadas actividades que actúen como distractores. Es un error pretender ser más productivos dedicando muchas más horas a la tarea de la que se trate, olvidando que, en última instancia, el rendimiento depende más de la calidad que de la cantidad.

No hace falta que nadie nos explique lo que ocurre cuando nos cansamos físicamente; podemos tener dificultades incluso para movemos. No ocurre lo mismo desde el punto de vista intelectual, dado que el cansancio no es tan evidente; sin embargo, si limitamos –por saturación aparente– el normal funcionamiento del cerebro (por cierto, el órgano que más energía consume, con diferencia) las probabilidades de cometer errores se multiplican. Es en este punto en el que también conviene recordar la mencionada cita de Descartes que, en una interpretación interesada, podría ser equivalente a: «basta con pensar bien para actuar bien».