Ha muerto en las Galápagos la tortuga gigante macho bautizada «el solitario George», en la que se cifraba la última esperanza de conservar la subespecie a la que pertenecía. Parece que, merced a fuertes incentivos, se había apareado con algunas hembras de otra subespecie, pero los huevos no resultaron fértiles. ¿Sabía George, en ese no-saber-sabiendo de los animales, que era el último individuo de su raza?, ¿podría sopesar la soledad de ser el único y el último, pese a no haber conocido la compañía de los suyos?, ¿sufría –concentrada en él, ya sólo en él– la languidez absoluta de una especie a punto de extinguirse? Sea como fuere, la suya no ha sido una vida vulgar, ni desde luego anodina. Su muerte será noticia anecdótica para unos, dramática para otros. Por mi parte la recibo con el respeto que merece el último combatiente de una guerra perdida, impertérrito y digno hasta el final.