Uno de los aspectos más injustos y desmoralizadores de la actual crisis es que una vez más van a pagar, están pagando ya, justos por pecadores.

Convencieron cajas y bancos a personas con trabajos precarios o sueldos claramente insuficientes de que podían endeudarse para comprar su vivienda. Persuadieron a muchas de ellas de que no se contentasen con una sino que se endeudaran aún más para comprar una segunda residencia, en la sierra o en la costa, porque, aunque no pensasen utilizarla ellos mismos, podrían venderla rápidamente uno o dos años después con gran beneficio.

Quien tenía unos ahorros en el banco, que apenas le ofrecían unos magros intereses, decidió invertirlos también en ladrillo porque eso era como la gallina de los huevos de oro y no se podía dejar pasar la ocasión. Todo el mundo lo hacía.

Los animaron a cambiar también de coche cuando el que tenían les había hecho hasta aquel momento perfecto servicio o comprar un segundo automóvil porque la esposa se habían sacado también el carnet y ello les daría a ambos mayor autonomía. Naturalmente hubo que adquirir en muchos casos las correspondientes plazas de garaje.

Y sobre todo creyeron a pie juntillas lo que les vendían la publicidad y las engañosas páginas dedicadas al estilo de vida de los suplementos dominicales de los periódicos y las revistas de moda. Y lo mejor era que todo, desde los cruceros por el Caribe o la Antártida hasta ese televisor tan grande que dominaba el salón, podía pagarse - ¿cómo no? - en cómodos plazos mensuales.

Mientras tanto, autoridades regionales y municipales contrataron a los mejores arquitectos internacionales para que construyeran museos sin colecciones propias, auditorios difíciles de llenar, aeropuertos sin un solo avión y otras cosas por el estilo.

Fueron unos años en los que nuestros compatriotas, salidos de la autarquía y la pobreza sólo unas décadas atrás, se creyeron de pronto los nuevos ricos de Europa, los del «sorpasso» a Italia, del que habló nuestro entonces presidente, Rodríguez Zapatero.

Pero un día, no se sabe muy bien por qué – aunque muchos habían escuchado por primera vez hablar de agencias hipotecarias de nombres extraños en Estados Unidos como Fannie Mae y Freddie Mac, de hipotecas «subprime», de derivados y otros instrumentos financieros conocidos por siglas como CDS – comenzó a hundirse todo aquello como un castillo de naipes.

Se paralizaron las grúas, muchas urbanizaciones se quedaron a medio construir, los esqueletos de casas se convirtieron en vista habitual en nuestras costas. Y los diarios comenzaron a hablar de quiebras de promotoras, de problemas de los bancos, de hipotecas de difícil cuando no imposible devolución, de fusiones de cajas de ahorros. Y entonces se vio que todo aquel relumbrón ocultaba un foco de podredumbre.

Y ese Gobierno y el que le sustituyó comprendieron que el problema era serio y se enfrentaron a las críticas de una Europa, dominada por una severa y poderosa Alemania, que los acusó de no haber hecho sus deberes: es decir, de no haber acometido como ellos las supuestamente necesarias reformas laborales y haber permitido que el país viviera alegre y despreocupado al borde del abismo. Acusaciones que para nada tenían en cuenta las insuficiencias del estado de bienestar o el relativamente bajo nivel salarial español, comparado con otros países.

Y es entonces cuando empezaron a pagar también muchos justos por pecadores. Se cerraron empresas, se rebajaron sueldos y pensiones, se cerró el grifo del crédito incluso para quienes habían devuelto siempre a tiempo el dinero prestado y cumplido todas sus obligaciones.

Y comenzó la labor de zapa del Estado de bienestar: incremento de las tasas universitarias, reducción del número de becas, deterioro de la enseñanza pública a todos los niveles, rebaja de las prestaciones sociales, recorte de las inversiones en investigación y desarrollo, es decir en el futuro del país, y anuncios de futuras privatizaciones en diversos sectores, que sin duda serán sólo pan para hoy y hambre para mañana.

Todo ello porque quienes debían vigilar, miraron para otro lado, quienes debían gobernar, lo hicieron mal, y los bancos se salieron una vez más con la suya al conseguir que, en vez de cumplirse las reglas del mercado y que cada palo aguantara su vela, se socializaran sus pérdidas.