Alguna vez he hecho una breve referencia a una enfermedad social reciente que yo mismo he descubierto y acuñado -sí, soy así de apañado-; la denomino el síndrome Nelson, por el de Los Simpson, el bravucón ése que espera que cualquier personaje de la serie caiga en el ridículo para soltar ese ya emblemático y totémico «ha ha». No, no es una simple carcajada, una risa, es algo más, es reírse de alguien por haberla pifiado. En el formato creado por el simpar Matt Groening sólo hay un Nelson; en nuestra maravillosa e hipertecnologizada sociedad, la que tan modernamente organiza cazas de brujas y hogueras para infieles casi cada día, el número es prácticamente infinito.

La última bruja quemada por las hordas de lo que se debe decir y lo que no es Lourdes Hernández, más conocida como Russian Red, que escribió en su cuenta de Twitter: «La manera de combatir la falta de belleza es la extrema delgadez». De ahí a una impresionante ristra de insultos, comentarios irónicos y noticias en ediciones digitales encabezadas por titulares como «Russian Red promueve la anorexia», sólo un clic; tanto se lió, que la cantante zanjó su presencia en la red de microblogging a las pocas horas de montarse el follón. Lourdes había optado por la vía de la revocación asegurando que su tuit era el reflejo de una realidad, no la promoción de ella, pero ya era demasiado tarde. La gente había encendido sus antorchas y se dirigía en masa al castillo del monstruo de Frankenstein, derechitos todos a sacrificar en nombre de las buenas costumbres a la que había dicho algo que, lamentablemente, está en el inconsciente colectivo. Porque, como escribió Quico Alsedo en El Mundo, son cosas que se pueden pensar pero no decir; una parcela cada vez más nutrida en estos tiempos de categorías bien perfiladas y sin capacidad alguna de contradicción.

No es la primera vez que la chica que nombró su proyecto folkie cuco por un modelo de pintalabios ha caído en desgracia. Cuando, en una entrevista, dijo que era «de derechas» -en tono confesional, como si fuera una vergüenza serlo-, muchos la acribillaron: supuestamente, en el rollete indie es necesario pertenecer a algún bando más o menos etéreo de la izquierda, aunque poses para revistas de moda, lleves vestiditos tipo Picnic en Hanging Rock, cantes en inglés de academia de pago y nombres tu proyecto folkie cuco por un modelo de pintalabios -o sea, que el que se sorprendiera por las simpatías políticas de la señorita es que realmente no había entendido nada de nada de su música y su imagen; vamos, que no era roja precisamente, ni rusa tampoco-.

Sinceramente, a mí Russian Red me importa un bledo, pero prefiero leer un tuit como el suyo -abierto al debate y al análisis- a la enésima declaración de una top model en la que asegura que come de todo, hasta pizzas y hamburguesas, para, acto seguido, agradecer a sus padres una genética tan estupenda. Nos lo creemos, claro, como aquel concierto contra la droga en Madrid en la que muchos de los músicos invitados habían dicho siempre no.

Aseguran los expertos en 2.0 que las figuras públicas deberían releer y repensar muchos de sus tuits antes de darle al publicar. ¿Por qué? ¿Acaso no pueden ellos mismos equivocarse, contradecirse, escribir una chorrada, ir en contra de lo establecido o, simplemente, expresar lo que piensan? Supongo que todo eso es ahora mismo un atrevimiento. Si escuchas un ha ha mejor que sea el dedicado a otra persona; si oyes uno para ti, lo tienes claro, estás muerto para esta sociedad.