El jueves pasado fallecía, a los 86 años, uno de los pocos sabios de verdad que nos quedaban en España. Agustín García Calvo ha estado ejerciendo toda una vida de filósofo, filólogo, dramaturgo, poeta, articulista, profesor o traductor, pero, sobre todo, como agitador de conciencias y destinos, como zarandeador de conniventes y cobardes, como despertador de soñolientos y perezosos. Hasta última hora ha estado en la calle, provocativo y lúcido, al lado de los indignados (conmueven las imágenes del octogenario, megáfono en mano, arengando a las masas en la Puerta del Sol, uno de cuyos discursos, por cierto, ha editado en Málaga otro incombustible de la cuerda de García Calvo y amigo suyo, Paco Cumpián) y otras gentes de mal vivir, sin dejar de matizar, ensanchar y prevenir contra las componendas inconscientes, doblando y desdoblando el lenguaje para que éste deje de jugar contra nosotros y se ponga, como en los orígenes de su relación con los seres humanos, a jugar con nosotros, a estar de nuestra parte.

Agustín García Calvo, comunero presocrático, catedrático represaliado por el franquismo, feroz y delicadamente visible en un mundo donde predominan los invisibles por vocación o por pavor, no se conformaba y eso se notaba mucho: no se conformaba con lo enunciado, con lo presupuesto, con lo establecido, con lo legislado, con lo ya pensado. No se conformaba con argumentos y no se conformaba con actos de vida. No se conformaba ni siquiera con el inconformismo táctico de muchos, cuyas falacias lógicas, gramaticales, políticas y mentales ponía a la vista con apenas dos pases mágicos en una pizarra o tres palabras puestas en hora (puestas al segundo) en la mesa de un bar.

Un tipo genial, un humanista sin componendas que ha dejado varias docenas de libros geniales de todos los géneros. Libros que se seguirán leyendo dentro de trescientos años si es que para entonces se sigue leyendo o si es que para entonces sigue habiendo un planeta llamado Tierra. Porque esos libros, entre tanta estulticia insustancial, hablan de lo que importa, le hablan a la parte nuestra que más debiera importarnos: la parte viva, la parte que no quiere ser aplastada por las distintas muertes que tiene a su disposición la Muerte, la parte que se resiste a dejar de ser parte para quedar anulada en un Todo. Eruditos esos libros, sobre todos los ensayísticos, sin erudición porque lo que en ellos predomina es el dato exacto que se necesita para apuntalar una idea exacta, no esa acumulación autohipnótica de datos que engrosan la mayoría de los volúmenes mientras adelgazan de manera proporcional la inteligencia que esos volúmenes supuestamente buscan. Bellísimos poemas de amor, memorables versiones de Heráclito, Homero, Lucrecio o los sonetos de Shakespeare, originales reflexiones sobre la lengua y sus misterios, impactantes ataques a la pareja, al amor o al dinero.

Sabios así quedan pocos. Quizás solo su compañera de tantos lustros, Isabel Escudero (en cuyos magistrales libros de poemas y ocurrencias breves «Nunca se sabe» y «Fiat umbra» García Calvo comparece respetuosamente desmitificado, un dios desendiosado para que no caigamos en la tentación de usarle para erigir un panteón), y Rafael Sánchez Ferlosio, otro contracorriente insobornable, otro estilista imposible de imitar, otro también muy otro y muy suyo y muy de nadie. Sabios así: eso necesitamos, ahora más que nunca, ahora o nunca, porque el mundo, señores, se está poniendo tenebroso y necesitamos gente con luz propia que nos aparte de tanta gente con luz hipotecada (por no decir falsa).