El debate interno del PSOE es un sainete de corrala. Nunca se ha visto tal mediocridad después de la caída, mayor abulia autocrítica y menos catarsis. En el homenaje a los 30 años de su irresistible ascensión, pidió Felipe González recobrar la «vocación de mayoría». Si también el irrepetible líder se contenta con las medias tintas, pasarán décadas antes de la remontada, suponiendo que para entonces aún haya partido. Lo que no hay es vocación de izquierda, precisión del mensaje progresista, discurso quemante, denuncia que duela ni carisma de liderazgo único. España está hoy peor que en 1982, pues lo que entonces era euforia y esperanza en la cima de la transición, triunfante hasta del golpe de estado, es ahora sufrimiento y escepticismo. La dialéctica del partido que nunca se sabe dónde está ni por qué pierde tanta energía en automoderarse; el partido del «sí, pero no», ahora me lanzo, ahora me repliego; el partido de las fracciones y los mandarinatos locales; el partido que reniega de la unidad y hace florecer dirigencias más blandas que la manteca vegetal...; esa dialéctica parece pensada y ejercida para el suicidio. No hay más claro síntoma que la pendiente continua. La pérdida como resultado fijo es el pasaporte a la nada, un devenir sinuoso que, cuando rebasa la última cota, inutiliza el esfuerzo del retorno, aunque sea titánico, porque nada queda que salvar.

El talento de Rubalcaba no sufre el cuestionamiento de Zapatero y sus torpezas, pero tampoco gana votos. El principe hamletiano se sabe acechado en la traicionera corte de Dinamarca y se desangra en la duda del ser o no ser. Parece acomplejado, preso de un «compromiso de Estado» completamente paralizante cuando se es oposición y se intenta dejar de serlo.

Sin haber militado nunca en partido alguno, imagino que ser de izquierda significa algo más concreto, un permanente temblor de tierra en la cacharrería neoliberal, cuyo gran logro es no haberse desmoronado todavía y acobardar al progresismo para que no apure su final, tan inevitable como el de cualquier enemigo del pueblo. Ser «hombre de Estado» es sentir la irrevocable ambición de dirigirlo para conseguir una sociedad sensible a los principios y los ideales. La utopía socialista, que Felipe abanderó en la campaña incandescente de 1982 (¿o es que padecen amnesia?) se ha fragmentado en un montón de heterotopías a lo Foucault (pura psicosis) cuya existencia no sería mala a condición de conocerlas, saber dónde están y qué quieren, controlarlas y encauzar su energía en la unidad de medios y fines. Si el Rubalcaba de 2012 se mide con el Felipe de 1982, entenderá de inmediato por qué no va a gobernar el país. Y si compara la flojera de los Griñán, los Gómez o los Navarro, la levedad de las Valenciano y las Sorayas con el equipo que su predecesor llevó al poder, lo más probable es que grite S.O.S. sin perder un instante.