Imagine usted que va a una manifestación con la intención de protestar contra los recortes y contra las políticas que el Gobierno está llevando a cabo sin que haya mediado programa electoral alguno de por medio. Imagine usted que lo hace porque considera injusto que miles de personas se queden sin sanidad pública, el hacinamiento de niños en los colegios, el hecho de que cada vez menos gente pueda financiarse la educación superior o un sinfín de cosas que entiende que son impropias del siglo XXI en un país desarrollado.

Y usted, que ha decidido revelar su posición política asistiendo a esa concentración organizada unos días antes, camina hacia la manifestación contento de poder expresar democrática y pacíficamente su indignación. Pero a mitad de camino unos agentes de la policía, que están formando un control de los que abundan en los últimos años, le detienen y le interrogan con objeto de averiguar sus intenciones. Usted, con total tranquilidad, les responde que va a asistir a una manifestación. Y ellos, a su vez y amablemente, le piden su identificación. Puede continuar.

Sin embargo, a los pocos días el cartero le entrega en casa una multa de 500 euros por haber asistido a aquella manifestación. Difícil de entender teniendo presente que no hizo otra cosa que disfrutar de un derecho constitucional, el derecho a la manifestación, y que la concentración terminó tan pacíficamente como empezó. Pero ahí está la multa, de una cantidad prácticamente equivalente al salario mínimo interprofesional.

Este relato no es ciencia ficción. Más de 300 multas idénticas han llegado los últimos días a las casas de quienes participaron en diferentes manifestaciones legales. Otras tantas se acumulan, según informan las diferentes delegaciones del Gobierno, con motivación parecida. Una estrategia de criminalización de la protesta social que no tiene otro objetivo que desincentivar la crítica política a través de la represión física, administrativa y económica. Una estrategia que encuadra muy bien en aquel anuncio que hizo el Ministerio de Interior acerca de la necesidad de «forzar el ordenamiento jurídico».

El Gobierno es incapaz de controlar la actual situación de inestabilidad social. Está obcecado con una estrategia económica de salvamento de los bancos a costa de la ciudadanía, todo lo cual genera un natural incremento de la frustración y de la rabia que es claramente incontrolable. Así las cosas el Gobierno ha decidido tratar de congelar la situación a través de la imposición del miedo, con una violencia inusitada que incluso han denunciado los propios sindicatos policiales y con una represión administrativa que busca acongojar a los que quieran protestar. Tácticas propias de un Estado autoritario y policial y que pocos esperaban volver a ver en pleno siglo XXI.

Es preocupante esta dinámica. Y absurda. Hace dos semanas una militante del Partido Comunista no pudo declarar como imputada en un juicio, en el que estaba acusada de impedir que la policía ejecutara un desahucio, por haber sido detenida instantes antes y a las puertas del juzgado por «desobediencia policial» tras no querer entregar su DNI a los agentes.

Identificaciones arbitrarias, detenciones injustificadas, sanciones económicas indiscriminadas? tácticas de un Gobierno despistado y que reacciona como una bestia acorralada por la propia realidad que él mismo ha contribuido a crear. Un Gobierno vasallo de unos poderes económicos que son los que realmente diseñan sus políticas, y que pierde su legitimidad a ritmos forzados. Pero un Gobierno peligroso que ha decidido que todo vale para mantener su estrategia suicida, y que en consecuencia vulnera los derechos humanos de forma sistemática.

El Gobierno no quiere entender que está tomando una vía muerta. Su política y su actitud no paralizará los desahucios, ni dará trabajo ni repartirá pan entre las familias. Y esa constatación es suficiente para seguir protestando a través de los cauces que ellos mismos están dinamitando, por más multas que nos pongan.

[Alberto Garzón Espinosa es diputado de IU por Málaga en el Congreso]