El carajillo empezó siendo una bebida militar, ya que la inventaron los soldados españoles destinados en Cuba para darse valor, coraje, corajillo. Una bebida fuerte, destinada a los fuertes o a los que querían convencerse de que lo eran, elaborada con café y brandi, whisky o anís. Una bebida con cuerpo que ponía los cuerpos en alerta y los envalentonaba para la batalla. Quizás por eso España perdió Cuba: porque sus soldados, adquirida conciencia de su cuerpo gracias al fuego espiritoso del carajillo, habrían decidido arriesgarlo un poco menos de lo necesario, salvarlo incluso de las garras del sufrimiento de las balas y de la nada de la muerte, ponerlo de parte de la vida y, en consecuencia, en contra de las guerras, de las destrucción y de las heridas. Una modalidad del coraje superior a la del coraje ciego de los valentones sin alma (y si no tienen alma, si son unos desalmados, es que no se merecen su cuerpo) porque es más difícil querer seguir vivo en un mundo oscuro que exponerse a la sinrazón de la lógica militar y a sus nefastas consecuencias individuales y generales. Una actitud muy parecida a la de ciertos borrachos profesionales, que lo son no por debilidad sino para convertirse en una crítica en acto de las mentiras de la sociedad, para no colaborar con la usura, el egoísmo, las desigualdades, la esclavitud institucionalizada, la podredumbre ética y estética o la contumaz miseria de los poderosos. Esos borrachos son unos valientes que con su ejemplo nos ponen a los demás en entredicho por aceptar seguir intentándolo sabiendo como sabemos que no hay nada que podamos hacer para mejorar el curso de la historia.

Ahora, como casi todo, el carajillo se ha sofisticado. Le ponen canela, limón, leche condensada, otros licores raros. Incluso se organizan unas denominadas rutas del carajillo (está en curso la segunda edición) que, patrocinada por una conocida marca de brandis, propone recetas nuevas de carajillos que se pueden degustar en unos doscientos bares de varias ciudades españolas. Algunos siguen tomando carajillos para darse coraje (frente al frío, la pobreza, la soledad, el desamor, un trabajo duro), pero la mayoría, en efecto, lo toman por simple costumbre o porque les gusta sin más. Aunque la vida sigue siendo una guerra, cada cual la hace por su cuenta, insolidariamente, ajeno a las vicisitudes de los otros. Me da la impresión de que es por eso que el carajillo, que sigue teniendo carácter y mucho cuerpo (esa combinación de la euforia calma del café con el relajamiento eufórico del alcohol es explosiva y mágica para los sentidos), ya no entona como antes, ya no le pone a uno tan de parte de la vida como cuando se inventó en el siglo XIX.

En este tiempo gélido en lo climatológico y en lo político-social el carajillo no es sólo una bebida: es también una metáfora. Una metáfora de nuestra necesidad de tener algo a mano sencillo y asequible que nos reconforte en lo anímico y que nos caliente las extremidades, el corazón, la cabeza y las entrañas. Algo fuerte que nos haga fuertes como a aquellos soldados. Algo con cuerpo que nos devuelva la confianza en nuestro cuerpo. Algo fácil de conseguir que nos devuelva la fe en nosotros mismos. Algo que nos haga olvidar por unas horas a nuestros carceleros y a nuestros verdugos. No para brindar porque con un carajillo no se brinda, sino para que otros no brinden, como cada vez ocurre más, contra nosotros.