Murray Kempton decía en su estupendo libro America Comes of Middle Age que «ser un gentleman es ser uno mismo, ser de una pieza, tanto delante de las cámaras como lejos de ellas».

El pasado 28 de noviembre estaba un servidor de ustedes cuidando a sus nietos en su casa en las afueras de Ginebra. Una pausa en mis obligaciones familiares me permitió curiosear a través de internet buscando las noticias de ese día en La Opinión de Málaga. Me llamaron la atención estos titulares: «El consejero de Turismo y Comercio, Rafael Rodríguez (IULV-CA), ha defendido este miércoles que no hay futuro para el sector turístico masificando la costa y llenando el litoral de hormigón».

En un país como Suiza unas declaraciones de esta naturaleza por parte de un representante de un gobierno regional -cantonal, en este caso- llamarían la atención por lo obvio e innecesario de las mismas. La inmensa mayoría de los ciudadanos las compartirían. No en vano en Suiza el arte de cuidar y potenciar sus activos turísticos es, desde hace casi dos siglos, una muy rentable pasión nacional.

El nuevo consejero de Turismo y Comercio de la Junta de Andalucía debería ser considerado como un gentleman según los más exigentes criterios del mundo anglo-sajón. Hace bastantes años le oí pronunciar palabras muy similares en unas jornadas sobre la Costa del Sol y su turismo. Eran los tiempos en los que el caudillaje y las teorías de don Jesús Gil y Gil eran considerados dogma sagrado por estas latitudes. Estábamos haciendo surfing en pleno tsunami especulativo, nos sentíamos los amos del universo, y el oscuro cemento ganaba todas las batallas.

Don Rafael Rodríguez me dio entonces la impresión de ser un hombre valeroso. La verdad es que sus palabras eran de agradecer. Entonces éramos muy pocos los que compartíamos esas opiniones. Por supuesto, los vientos los teníamos a todos en contra. En la actualidad tampoco somos muchos, la verdad sea dicha. El defender esas ideas ahora tampoco es cosa baladí. Algunas cosas han cambiado. Pero se ha hecho un buen trabajo de camuflaje en las estructuras recicladas para servir los intereses más inconfesables, que no las hacen menos temibles. Al contrario. Ahora es cuando pueden ser aún más letales para una sociedad que ha demostrado hasta la saciedad que está poco dispuesta a defenderse.

Confieso que me impresionaron estas recientes declaraciones del consejero. Quizás porque ya es un poco tarde para recuperar gran parte de aquellos paraísos perdidos que hemos cambiado por un puñado de monedas. Falsas muchas veces. Y me temo que la artillería de los de la oda al ladrillo lanzará a este consejero algún que otro misil de alta potencia.

Miré a través de la ventana. Más allá de las aguas del lago estaba la ciudad de Ginebra, dominada por su catedral. Me había llamado la atención ver en sus calles a tantos viandantes cargados de vistosas bolsas de compras. La mayoría de papel o cartón. Cada vez vemos menos esos colores en nuestras propias calles. Allí se respiraba bienestar, además de confianza en el futuro. Amparados por una economía que funcionaba con la precisión de un reloj ginebrino y con cifras de desempleo casi anecdóticas. No vi ni un solo cartel que anunciara casas o locales en alquiler o en venta. Al contrario. Mi hijo me había comentado que en Ginebra cuando una propiedad inmobiliaria llega al mercado en cuestión de muy pocos días es comprada o alquilada. Y los precios solo saben subir. Me acordé de que en mi pueblo en los años que he citado se oía decir que un exceso de ética y respeto a las leyes no son siempre aconsejables para hacer buenos negocios. Que Dios nos perdone.