Cómo es posible que una maestra que vive en una zona tranquila de Estados Unidos guarde en su casa dos pistolas y un fusil de asalto? ¿Y cómo es posible que el hijo de esa maestra coja esas armas y mate primero a su propia madre en su casa, y luego a 20 niños y a 5 adultos en una escuela elemental? En España tendemos a creer en las respuestas simplistas, pero en la vida no hay nada que pueda ser explicado de forma superficial. Estas armas estaban registradas y eran legales, y un chico con problemas mentales las usó para matar de forma indiscriminada, siguiendo un modelo que ya se ha convertido en una especie de escenografía gótica: la ropa negra, las armas automáticas que se pueden comprar en la tienda de la esquina, y luego el ataque indiscriminado a los ocupantes de un espacio público, en este caso una escuela elemental.

Las causas de lo que hizo ese chico de 20 años, de nombre Adam Lanza, son un misterio que se oculta en las terribles incógnitas de la mente humana. Pero hay una serie de hechos que son incuestionables. El primero es que los norteamericanos tienen un concepto muy distinto de la vivienda y de la seguridad. Excepto en los centros urbanos, los americanos viven en casas aisladas, con ático y sótano y jardín trasero, en las que la sensación de estar expuesto a una amenaza exterior es mucho más acuciante que en una ciudad europea. Si en las películas americanas es un tema clásico la irrupción de un asesino en un tranquilo barrio residencial, es porque ese miedo forma parte del inconsciente colectivo. En septiembre pasado, cuando llegué a esta ciudad de Pensilvania, estuve en la casa de una colega de trabajo cuyos vecinos más próximos eran unos granjeros «amish» que no tenían electricidad ni teléfono. Cuando estuve en aquella casa, me pregunté qué se siente en una interminable noche de invierno.

Y luego hay una dimensión política en la cuestión de las armas. La Segunda Enmienda, incorporada a la Constitución norteamericana en 1791, establece «el derecho del pueblo a poseer y portar armas». Este derecho fue establecido por James Madison y Thomas Jefferson, dos políticos descomunales sobre los que apenas sabemos nada en España. Y las ideas que inspiraron ese derecho no fueron el amor delirante a las armas de fuego, sino el intento de preservar los derechos individuales frente a los posibles abusos de un ejército que se alzara contra el pueblo. En realidad, la segunda enmienda sólo intentaba evitar algo que conocemos muy bien en Europa: un golpe de Estado militar que anulara los derechos individuales de los ciudadanos.

Por supuesto que esto no justifica la actual locura de las armas, ni los delirios de la Asociación Nacional del Rifle ni de esos chiflados religiosos que guardan un arsenal en su casa para protegerse del diablo, de los comunistas, de Bin Laden y de los matrimonios gays. La industria armamentística americana, que es muy poderosa, se ha aprovechado de este derecho constitucional -y de la afición a la caza de muchos norteamericanos- para convencer a los ciudadanos de que debían vivir rodeados de armas, a ser posible de guerra como las que se usan en Afganistán. Y quizá todas estas cosas expliquen en parte por qué esa maestra de Connecticut -el estado más «pijo» de la Unión- guardaba dos pistolas y un fusil de asalto en su casa.

Pero esta historia tiene otro lado en el que también deberíamos fijarnos. Entre los adultos asesinados por Adam Lanza figuran la directora del colegio y otros cuatro empleados públicos que murieron mientras intentaban defender a sus alumnos. Esos cinco adultos eran educadores que creían en su trabajo y que ganaban mil veces menos que los fabricantes de armas o que los senadores que defienden el derecho sagrado de los americanos a llevar armas. La directora de la escuela, que se llamaba Dawn Hochsprung, tenía 47 años y creía en el poder de la educación para crear alumnos que aprendieran a pensar por sí mismos. He leído que animaba a sus alumnos a disfrazarse con la ropa de sus personajes favoritos de cuento, ya que creía que la mejor forma de incentivar la libertad era el uso de la imaginación. Ya sé que ahora ella está muerta y que los vendedores de armas seguirán cobrando sus sueldos obscenos, pero mientras haya personas como esa directora, podemos estar seguros de que nunca se saldrán con la suya ni los chiflados ni los vendedores de armas ni los fabricantes de videojuegos violentos. Nada de eso. Mientras haya educadores como esa mujer, eso que llamamos bien -y que no es un principio religioso, sino el simple impulso moral que nos empuja a defender a los que son mucho más vulnerables que nosotros- seguirá siendo una realidad indestructible. Lo repito: indestructible. Por mucho que la amenacen los locos y los corruptos y los fabricantes sin escrúpulos.