La reconstrucción por un equipo de seis redactores del semanario Der Spiegel de algunos de los entresijos de la última cumbre de Bruselas pone de manifiesto cómo los egoísmos nacionales siguen impidiendo una mayor integración europea pese a la retórica que gastan de puertas afuera algunos jefes de Gobierno.

Los periodistas del semanario alemán recorrieron varias capitales europeas para recabar de diferentes fuentes informaciones de primera mano con las que reconstruir lo ocurrido en las negociaciones entre los jefes de Gobierno. Por ejemplo cómo fueron desapareciendo de los documentos presentados por el presidente del Consejo, Herman van Rompuy, y el de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, propuestas tendentes a profundizar en la integración política, fiscal y económica.

La canciller Angela Merkel quiso hablar sobre todo de competitividad, fuerte de Alemania, para reclamarla también a los demás, algo que, comenta irónicamente el semanario, a Berlín no le cuesta dinero. Pero soslayó cuidadosamente lo que más interesa a los países en crisis: la creación de mecanismos de solidaridad para los tiempos difíciles.

El presidente francés sólo logró con mucho esfuerzo que en el documento final se hiciese mención al menos de «la dimensión social» de la unión económica y monetaria, pero él y sus aliados mediterráneos hubieron de contentarse con un limitado presupuesto de un máximo de 20.000 millones de euros para ayudar a mejorar la competitividad, como quería Berlín.

Antes, refiriéndose a las exigencias del Sur de un fondo solidario mucho más ambicioso, la canciller había preguntado en tono crítico: «¿De dónde va a salir ese dinero? ¿Puede explicármelo alguien? ¿Va a atribuírsele a la Unión Europea poder recaudatorio?».

Hay también en el relato de la revista detalles chuscos como el hecho de que en la cena se sirviese vino chipriota tirando a barato y donado nada menos que por el ausente Silvio Berlusconi, a lo que parece para hacer olvidar el hecho de que en otra ocasión anterior se hubiese servido un caldo con mucha solera, algo criticado por la casi siempre hostil a Bruselas prensa británica. O que el premier británico, David Cameron, se entretuviese jugando a las cartas en su ordenador mientras la canciller alemana leía despachos de agencia.

Pero especialmente significativas resultan unas palabras del presidente del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, que se quejó, muy demócrata él, de la creciente influencia de los Parlamentos nacionales, que desde la crisis de Grecia -fueron sus palabras- «no se supeditan a los jefes de Gobierno y quieren saber a qué se van a ver obligados los contribuyentes».

«Si todos los parlamentos proceden así, apenas nos quedará margen de maniobra en las cumbres», se lamentó el luxemburgués.

Y luego se quejan los gobiernos de que los ciudadanos no están interesados en Europa.