Después de emplear la semana pasada en tomarnos un puente que fue más o menos escandaloso según la región y la familia de que se tratase, hemos regresado ya a nuestra rutina de huelgas, manifestaciones y escraches, para dar a quien se asome por aquí la justa medida de nuestro estilo de vida: una mezcla de holganza e indignación. Naturalmente, también trabajamos y pagamos facturas; pero la respuesta colectiva a la crisis no deja de expresar una idiosincrasia que encuentra su más acabado reflejo en las protestas relacionadas con el sistema educativo. Y no es un asunto menor, porque quien tiene una educación que no funciona, tendrá una sociedad fracasada. ¡Justo como la nuestra!

Ahora bien, manifestarse a favor de la educación es como hacerlo contra el hambre: un vacío perfecto, un punto de partida que no significa nada. ¿Qué hay exactamente detrás de las protestas españolas? Pues muchas cosas. Hay estudiantes que tienen ganas de jugar a la revuelta, junto a otros que creen sinceramente, con el apasionamiento de tan tierna edad, que el gobierno ha decretado el analfabetismo colectivo; hay sindicatos que defienden sus intereses, que a fin de cuentas ha costado mucho apuntalar; hay profesores que temen ser despedidos; hay padres y ciudadanos que se levantan en armas contra los recortes presupuestarios; etcétera. Es un problema clásico en la esfera pública: detrás de la pancarta hay unos matices que la pancarta no puede reflejar. Además, habrá quien comulgue con la pancarta, pero no se haya manifestado; y están todos los que no se han manifestado contra las manifestaciones, pero están en desacuerdo con ellas. Pero, por encima de todo, en casi todos los casos, están la desinformación y la inercia ideológica.

Habría que hacerse una pregunta que va antes que todas las demás: ¿qué credibilidad tienen las huelgas y protestas automáticas? O sea, aquellas que reaccionan contra las reformas propuestas por el gobierno de signo distinto de aquel con el que se comulga, sea cual sea el contenido de la ley. Y la respuesta es que ninguna. En este caso, se han mezclado las protestas contra los recortes y contra la nueva ley educativa. Es fácil oponerse a la austeridad: si me daban cinco y ahora me dan cuatro, me pregunto por qué no pueden darme siete. ¡Qué fácil es pedir dinero, aunque no lo haya! Sin embargo, las protestas contra la ley, en sí misma, pierden su valor si constituyen, simplemente, un reflejo espontáneo de la izquierda contra la derecha. De hecho, casi nadie ha discutido una ley que, mientras tanto, el ministerio correspondiente ha limado ya en sus aspectos más prometedores, a saber, los relativos a la apuesta por los centros de calidad. Es de temer que la reforma universitaria corra la misma suerte. Es curioso que sólo tomamos a Francia como modelo en aquello que nos interesa: la selectividad más dura del continente, el sistema de Escuelas Nacionales, la construcción de unas élites competitivas€ Eso mejor no. Ya lo decía Pavese: trabajar cansa.

Igual que con el desempleo, que queremos que todo cambie sin que cambie nada. Ha sostenido María del Mar Moreno, consejera educativa de nuestra región, que la nueva ley quiere convertir la escuela en una "carrera de obstáculos", mientras Segura Gómez, de IU, ha denunciado el "miedo y sufrimiento" ante los exámenes que la ley traería consigo. ¡Acabáramos! ¿Estudiar, competir, preocuparse? No: España, más aún Andalucía, se basan en un pacto de mediocridad que permea nuestra atmósfera moral y es reforzado por la legislación. Es algo así como el igualitarismo a palos, que justifica los distintos rendimientos de los individuos sobre la sola base de su origen social: todos víctimas. Se olvida así eso que apunta el filósofo alemán Peter Sloterdijk en su último libro: que una de las causas de la desigualdad entre los hombres es la diferente postura que adoptan en relación con los retos que plantea la vida entendida como un ejercicio, o sea, "la diferencia entre quienes hacen de sí mismos algo o mucho y aquellos que no hacen nada, o muy poco, de sí mismos". Nuestro sistema educativo y cultural tiende a proteger a los segundos del empuje de los primeros: una fórmula impecablemente perdedora. Y así nos va.

*Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga