Siempre me han gustado los furtivos. Aquellos que se mueven en la selva, en la ciudad o en la vida, sin licencia para cazar las sombras antílopes de la realidad. Ser furtivo no es fácil. Uno debe saber moverse sin espantar la mansedumbre del aire, sin hacer crujir la madera de la noche ni dejarse engañar por el paisaje. Es necesario seguir los rastros, los ecos y las incertidumbres. Construir con expectación y esmero el momento perfecto en el que quedarse a solas con la presa huidiza, sintiéndola, admirándola, haciéndola tuya con un zas! sigiloso y certero. Así es cómo los auténticos furtivos cazan un corazón, un éxito, una verdad escurridiza, una mentira disfrazada. En la vida, en la política, en el amor. Y también en esos bosques laborales en los que hace falta ingenio, impertinencia, ilustración, ideario e independencia. Cualidades que deberían sustituir a las viejas cinco uves dobles del periodismo que ha perdido olfato, capacidad incisiva de preguntar y arte para contar, sin tener que presentar un carnet -como quién pide permiso-. A este antiguo oficio lo viciaron al matricularle un montón de asignaturas impartidas por mucha gente que jamás ha pisado las calles ni los callos del poder (aunque en algunos casos son excelentes filósofos de la información). Igual que pocos han esbozado el alma de una noticia o de un reportaje en un trozo de cuello duro, en un pasaporte de batalla. Más tarde, el oficio, chaqueteado de profesión, dejó que los políticos lo invitasen como en otros tiempos de invitaban a las vedettes. Y desde hace unos años, esta licenciatura colegiada con derecho de admisión, empecinada en excluir con vehemencia el talento o las trayectorias furtivas, agoniza sin un cigarrillo que llevarse a los labios. Boquea entre los boletines ideológicos -según la mitad de la plantilla de RNE que ha firmado un manifiesto denunciando la pérdida de calidad, independencia y de setecientos mil oyentes desde septiembre-, los drones informativos dirigidos desde los gabinetes de prensa y la inmediatez sin rigor, sin una mirada esquinada y curtida en las barras (ese ángulo proporciona la mejor observación escrutadora de la realidad y de la vida). Sin el necesario análisis para que la gente entienda qué hay detrás de un gin polit en horas de hacer política. Lo que es tuétano, lo que sólo tocino.

El periodismo no recuerda que, como dijo el maestro Kapuscinski, debe ser siempre indeseable, inoportuno y certero en su independencia. Tampoco desempolva de la memoria el imperativo de «si tu madre dice que te quiere, compruébalo» ordenado por el notable furtivo Jesús de la Serna, a quién esta semana los Premios Ortega y Gasset le han condecorado una vida meritoria en Pueblo, Informaciones y El País, haciendo trinchera, mandado en diferentes proas de la redacción. Un premio extensible a Alberto Salcedo Ramos y Emilio Morenatti por contar, en un reportaje y en una fotografía, la odisea dolorosa de la gente invisible, el pánico de una dependienta de Barcelona ante la huelga que algunos convirtieron en violencia. Dos botones de muestra del periodismo que visibiliza lo que el poder no quiere que se vea. Ellos lo hicieron porque supieron moverse furtivos en los cotos privados y cazar esa verdad que casi siempre huye. Han entrado a formar parte del currículum de un periodismo, siempre intruso en guerras, ciudades, calles, democracias, tribunales, memorias y economías en busca del instante del drama, de la injusticia, de la supervivencia, del corazón de los hombres, sin que le franqueen la entrada o a la salida lo detengan. Se caza para los ciudadanos. A ellos se les reparten los ciervos, los tigres, los elefantes, los faisanes y leones en forma de palabras, de imágenes, de voces para que sepan, se interroguen y piensen. Luego, cada cual decide si continúa siendo ciego, cobarde, víctima, desertor de un sacrificio inútil o furtivo en ese coto del sur de Europa donde el terrorismo económico está de montería. El mismo donde también Bruselas ha convertido en onanismo los recortes que hacen que España parezca una condenada en el corredor de la muerte, aguardando unas pensiones que harán que envejecer en nuestro país sea más pobre, un 28% de paro y que el gobierno haga caso al Banco de España que pide crear empleo rebajando los sueldos por debajo del salario mínimo.

Nuestros políticos se están quedando sin público. Lo mismo que el periodismo. Salvo algunas meritorias excepciones, nacionales y en provincias, la prensa apenas sacude conciencias o caza una buena historia con épica humana. Anoche soñé que mi jefe decía que la sociedad necesita héroes. En el sueño, busqué mi lápiz y la moleskine para apuntar su oráculo y qué fotógrafo quería que me acompañase (hace décadas era habitual ser pareja, contar a medias la noticia para enriquecerla). Luego pensé en uno de los héroes anónimos que conozco. Un hombre sencillo, inteligente, con ingenio, hecho a sí mismo, que no deja de construirse con movilidad escrapular, conteniendo el abdomen, alargando la nuca, sin pegar al pecho la barbilla. Nunca se ha rendido. Y eso que, desde la adolescencia que perdió, ha batallado duro frente a los reveses, contra la precariedad del trabajo y los peligros de la noche donde aprendió lucidez y psicología. Sin vanidad ni exhibir cicatrices ha llegado a ser un excelente profesor que hace más flexible el esfuerzo de sus alumnos, deshaciéndoles las contracturas del estrés, de las batallas o de la edad. A cada uno le dedica un gesto de simpatía, de afecto o complicidad, mientras enseña a elevar la columna, vértebra a vértebra; a que fluya suave el lenguaje del cuerpo, la música que selecciona para transformar el esfuerzo y los estiramientos en agilidad y serenidad. De paso, con sus experiencias, un seductor humor y lo qué piensa sin doblez de la vida y de las cosas, les pone en forma la sonrisa, el ánimo, la resistencia y el porvenir. Nunca ha buscado llegar antes a ningún sitio con coartadas a argucias. Sabe juntar a gente diferente al lado de la amistad, y no le preocupa el riesgo cuando le importa el bienestar de la gente que quiere. A veces me pide que cuente historias de gente corriente que, en la crisis, sale adelante sin llamar la atención.

Este héroe del que les cuento siempre negará serlo. Pronto le echaré de menos porque es mi amigo Javier. Un furtivo que no necesita licencia para cazar las escurridizas felicidades de la vida, para ser cómo es, exigir el periodismo que ambos defendemos, y estar si lo necesitamos en la batalla. Los héroes así son pocos. Los furtivos, también.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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