Los que amamos el fútbol vivimos dos veces la vida. Pero que nadie me proteste. Los indiferentes o los que lo odian, disfrutan aún más, hasta el triple. Pero de otra manera distinta, claro. De manera menos desquiciada.

¿Por qué nos gusta tanto el fútbol a quienes nos gusta tanto? Creo que tenemos muchas razones, más incluso que las que tiene en contra el enemigo. Pero que sea el enemigo, y no yo, quien defienda su listado de causas por las que detesta al deporte más atractivo y apasionante del mundo.

Mi motivo principal y actual para adorar al fútbol se llama Lionel Andrés y se apellida Messi. Su cantidad inalcanzable de goles, la calidad y belleza plástica con que los consigue, su vertiginosidad conduciendo el balón, las diabluras que vuelven locos a los defensa y a los porteros contrarios, el conjunto de todas sus virtudes, hacen de Messi un símbolo de lo más sublime del fútbol, algo que casa a la perfección con mi naturaleza sencilla y con mi forma de ser humilde y selectiva, modestas cualidades que encajan divinamente con quien ha subido a muy temprana edad al Olimpo de los dioses para asomar semanalmente su patita izquierda y dejarnos embelesados hasta siguiente cita.

Hay otros muchos motivos para que el fútbol me guste tanto, aunque a mí, la verdad, me bastaría y me sobraría con las genialidades de la única pulga del mundo que tiene en su casa tres Balones de Oro.

¿Queréis otras razones que expliquen por qué el fútbol me viene apasionando desde que lo jugaba a los cinco añitos? Pues es muy sencilla la explicación. El fútbol hace que me sienta vivo, pletórico, gritón hasta enronquecer, me entristece, me proporciona alegrías, me hace insultar contra mi propia voluntad, me hace saltar las lágrimas, me hace brincar, me transforma en un ser irracional, me eleva a los cielos de la felicidad y me acerca al arte plasmado en un rectángulo verde. Algunas veces, sí, maldigo la mala suerte.

Otros tienen otras razones. Otros equipos. Otras testas gloriosas. Otros dioses con manos divinas. Yo hablo sólo de las tormentas emocionales, de las batallas sentimentales que se libran incruentamente, casi siempre, en la inmensa soledad de un sofá en penumbra y que me hacen sentir otra vida mas intensa, más lejana, más auténtica, más satisfactoria.

La piel se me eriza cuando llega junio. A mí y a un montón de pirados como yo, que no soportamos la ausencia del fútbol. No podríamos vivir sin él. Menos mal que es sólo un breve paréntesis de melancolía y aburrimiento, con algunos partidos trufados, y no un ERE definitivo. Y, aunque comprendo a la gente a la que le importa un carajo el gol de Iniesta y a la que se fue al cine la noche mágica de Johannesburgo, qué queréis que os diga.

Para mí, y para millones de desahuciados como yo, lo primero de todo es que ganen España y mi otro equipo -los 2 mejores del mundo-. Y, en otro plano, mi máximo vínculo al fútbol me lo da el Dios único que neutraliza la tiesura en que nos meten los políticos ineptos y amorfos. Ese Dios con la mejor bota izquierda del Universo, que sabe hacernos felices.