Al tomar posesión, los jueces juran o prometen guardar y hacer guardar fielmente y en todo tiempo la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona, administrar recta e imparcial justicia y cumplir sus deberes judiciales frente a todos. Es decir, casi el mismo juramento que el de un ministro.

En contra de lo que muchos piensan, los jueces no son omnipotentes, no tienen superpoderes, y tampoco son infalibles. Es cierto que la historia invoca un respeto absoluto a su figura, pues son muchos, innumerables, los jueces que desde antaño han desarrollado su labor con una dedicación exquisita, pero como pasa con la iglesia, basta con que uno de sus miembros se descarríe para que el grupo se vea seriamente dañado.

Al juez, al igual que al médico, se le presupone un halo de distinción que no se espera de otros gremios, y se les exige una impoluta formación y profesionalidad por una razón muy sencilla, la gente pone la vida en sus manos. Por eso me resulta curioso que nadie se escandalice cuando un médico es demandado por mala praxis y en cambio se líe la marimorena cuando un juez es denunciado por no cumplir con su obligación y juramento.

En solo tres párrafos ya tenemos a los tres gran poderes que tradicionalmente hacían y deshacían sobre la vida y hacienda de la gente en los pueblos, el cura, el médico y el juez. Tres personajes que, como la mujer del César, debían adornarse de una intachable virtud dada su posición. Aun así, hay más jueces prevaricadores de los que cabría esperar, y los hay en exceso que llevan a gala la falta de respeto a letrados y procuradores o el ninguneo sistemático al imputado. Algunos han incorporado a su modus vivendi una falta de educación como es el hacer esperar, y no faltan los que se vanaglorian de su malentendida independencia para hacer de su toga un sallo.

Es cierto que la función judicial no puede convertirse en el pim pam pum de cualquier quisquilloso que pretenda denunciar cada vez que la justicia no le da la razón, que los hay, y tampoco puede convertirse en asunto opinable de contertulios desaprensivos, que sobran, pero su nivel de protección jamás, repito jamás, puede confundirse con que sean intocables, como algunos se han creído que son.

De hecho, el Título VI de la Constitución Española y la L.O. 6/1985 del Poder Judicial establecen que la justicia emana del pueblo y por tanto los jueces se deben al pueblo bajo el imperio de la Ley, y para velar por ello está el Consejo General, órgano regulador y sancionador de las actuaciones judiciales con ocho miembros elegidos por nuestros gobernantes, lo cual es una pantomima pero algo es algo.

La ciudadanía le ha regalado un gran poder a los jueces, y por tanto también le hemos dado la responsabilidad proporcional a tal acto.

Si los jueces fueran intocables no existirían inspecciones del Consejo General, ni una profusa normativa dictada para regular las sanciones en su estatuto orgánico, ni delitos como la prevaricación y el cohecho entre otros. Para algo se creó la responsabilidad patrimonial del Estado que pueda derivarse del funcionamiento anormal de la administración de justicia, sin perjuicio de la responsabilidad individual de jueces y magistrados de carácter civil, penal y disciplinaria. El Poder Judicial es plenamente responsable de sus actos y por tanto se le puede y se le debe exigir que pague por sus errores. El trabajo del togado es como el del árbitro, es bueno cuando nadie lo comenta, pero algunos jueces se empeñan por activa o por pasiva en que su nombre sea más importante que sus resoluciones, y eso no es que sea malo, es que es contrario a la Ley, y además consigue una ilusoria humanización de la justicia que conlleva al deterioro de su imagen.

Médicos y jueces no pueden jugar a ser Dios. Y del cura no hablo, que juega con ventaja.