Tan acostumbrados estamos a la retórica de la individualidad, tantas veces hemos de escuchar aquello del sé tú mismo, que perdemos de vista que no seríamos nada sin los demás, del mismo modo que los demás no serían nada sin nosotros; o seríamos, respectivamente y en todo caso, algo muy extraño. Pero esta premisa no hace referencia aquí a la noción de solidaridad, esa red de apoyo mutuo que cualquier comunidad rectamente entendida constituye, sino a algo diferente: a la atmósfera social a la que todos contribuimos y de la que estamos hechos. Somos, a fin de cuentas, la suma de nuestras influencias, que en conjunción con nuestro temperamento producen el sujeto que paseamos por la vida. Y aunque el carácter es determinante en los asuntos de fondo, el medio social da forma a los hábitos conforme a los que vivimos y aún a las inercias a las que nos abandonamos. Se deduce de aquí que las influencias en juego en cada sociedad y, dentro de ésta, en sus distintas capas o esferas, son decisivas para su éxito o su fracaso. También, claro, para sus posibilidades de cambio. No otro ha sido el gran tema subyacente a estas columnas que hoy terminan.

Es bien conocida la máxima existencialista, vertiente Sartre, según la cual el infierno son los demás. Pero los demás solamente son el infierno cuando estamos de mal humor o nos peleamos con la suegra. En realidad, los demás son la influencia mayor sobre nosotros y los hábitos que estructuran nuestra vida. Y no tanto los demás, indiferenciadamente, como su estratificación selectiva: la familia, la comunidad de amigos, el entorno laboral, la atmósfera social que encontramos en la calle, los discursos que pululan por la esfera pública. Tales son las condiciones ambientales en que se desenvuelve nuestro ser y que nuestro ser refleja inevitablemente. Ya dice Sloterdijk con acierto que los seres humanos somos «animales bajo influencia». Según cuáles sean nuestras influencias particulares, así tenderemos a ser nosotros. Y que conste que no somos marionetas de nuestros entornos: hasta cierto punto, es posible elegir bajo qué influencias queremos vivir.

Es ahí precisamente donde reside el problema. Tendemos a la imitación, a la emulación, a la inercia. Si a nuestro alrededor se pone de moda el gintonic, se empieza a decir «en verdad» donde antes se decía «en realidad», o se considera aceptable malversar dinero público, ahí acabaremos. ¡Qué difícil es elevarse sobre los propios códigos culturales y elaborar un modo propio de estar en el mundo! Todo esto es de ardua comprobación empírica, pero algo se ha avanzado. Pensemos, por ejemplo, en los efectos cascada, que nos llevan a tener un hijo si las parejas de nuestro círculo han tenido uno, o en comprar un todoterreno para llevar los hijos al colegio, a fin de no ser menos que los Martínez de López. Esto se refleja supremamente en el lenguaje, las costumbres, los valores dominantes. Y cuanta mayor sea la formación de una persona o grupo social, mayor será su conciencia de estar sometido a tales influencias y mayor, por tanto, su capacidad para resistirse a ellas, asimilarlas reflexivamente o incluso jugar con su contenido. Quienes, por el contrario, vivan en su entorno como el agua en el agua, sin conciencia del mismo, tenderán a la mera reproducción de esos hechos sociales. Así Andalucía, así España.

Menos conocida es otra máxima existencialista, vertiente Camus, que define al hombre rebelde como al hombre que dice no. ¡Hombre o mujer, se sobreentiende! Decir no cuando todos dicen sí es resistirse a una inercia colectiva, un dejarse llevar, al miedo a ser señalado por discrepar. Esa incomodidad es la misma en el adolescente que se siente obligado a fumar, en el adulto que preferiría no ir al spa, en el empresario que se niega a pagar comisiones, en el cliente que desea pagar el iva, en el afiliado a un partido que discrepa con la línea oficial. Por lo general, callamos y nos abandonamos a la corriente; preferimos ser receptores de influencia y no sus creadores. Pero la sociedad española sería distinta si dijéramos, más a menudo, que no. Si eso sucediera, seríamos otra cosa. Y otra cosa mejor.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga