Llegan los primeros síntomas del rebote económico, con los datos del paro de mayo anunciando que, tal vez, la crisis haya tocado fondo. Hay que subrayar ese dubitativo -tal vez- porque la arquitectura de la recuperación se sostiene sobre unos pilares muy endebles: el comportamiento de los mercados exteriores -turismo y exportaciones-, la normalización del crédito, el control de las variables macroeconómicas -IPC, déficit, endeudamiento público y privado, etcétera-, las ganancias competitivas. Todo ello parece apuntar en la dirección correcta, aunque falta que se consolide la confianza. Sin esa estabilidad psicológica que aporta la confianza resulta improbable que una economía despegue, ya que de ella dependen las decisiones de inversión y el acceso al crédito. Y no será fácil, pendientes como están de un buen número de reformas y de ajustes -de las pensiones a otra vuelta de tuerca al mercado laboral, además de la urgente liberalización de los servicios profesionales- que se llevarán a cabo más pronto que tarde. Bruselas así lo ha dispuesto, le guste o no al gobierno de la nación. Y la anorexia presupuestaria -muy del gusto alemán- junto al reformismo liberal constituyen sus consignas.

El mercado laboral se activa en mayo a la espera de la larga hibernación que empieza en otoño. No obstante, cabe preguntarse por el recorrido de nuestro país a una década vista: ¿qué papel sociológico desempañará la depauperada clase media, víctima de los impuestos, la inflación y el debilitamiento del Estado del Bienestar? ¿Volveremos a unos niveles sensatos de empleo?, ¿de qué calidad?, ¿y con qué sueldos? ¿Qué sucederá con las llamadas generaciones perdidas, jóvenes menores de treinta años y parados mayores de 45? ¿La recuperación de la competitividad convertirá a nuestro país en un nuevo epicentro de la economía inteligente? Con los actuales recortes en educación e I+D, uno tiene derecho a dudar. Los fuertes movimientos migratorios entre los universitarios apuntarían precisamente en esa dirección.

Junto al envejecimiento demográfico, el acceso al agua y la producción agrícola, uno de los temas centrales de las próximas décadas va a ser la geografía de la inteligencia: zonas, regiones, ciudades donde se concentrará el capital humano capaz de aportar un alto valor añadido a su trabajo. Como en un círculo virtuoso, los efectos son expansivos en su área de influencia: mejores colegios, mejor sanidad, un entramado urbanístico más confortable, equipamientos públicos y privados de calidad, oportunidades laborales... En ese nuevo mapamundi del conocimiento, ¿dónde nos situaremos? Cuesta ser optimista en un contexto donde los jóvenes se ven obligados a emigrar, el fracaso escolar no remite y la universidad dista de ser un referente a nivel mundial.

Con un 27 % de paro, el empleo estacional ha tenido efectos balsámicos. Ojalá se confirmen las buenas noticias y pronto, quizás ya este año, empiece a crecer la economía. Sin embargo, no deberíamos perder de vista las grandes tendencias de fondo con la globalización como motor fundamental. Me temo que no nos encaminamos hacia una sociedad más igualitaria, sino más bien marcada por la atomización en cuanto a oportunidades, recursos y calidad de vida. En diez años, el mundo será muy distinto. Habrá países ganadores y otros que se habrán quedado atrás. Y nuestra posición de salida no parece la idónea.