Estamos un poco hartos de la distinción entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. Primero, porque los políticos utilizan el «invento» de Weber para regatear sus ideas originales. Segundo, porque la ética de la responsabilidad se usa para justificar lo injustificable. Véase Obama. Entre un eslabón ético y otro, Obama se sume en unas contradicciones apoteósicas. Combate la guerra total contra el terrorismo, pero aprueba la vigilancia de millones de comunicaciones vía telefónica o vía internet, sobre la base de que hay que sacrificar la intimidad para garantizar la seguridad de la patria. ¿Cómo es posible argumentar la quiebra de las libertades individuales, la primera de las cuáles es el derecho a la privacidad, alegando la consecución de un fin (el de la seguridad)? Ni siquiera Weber llegó tan lejos. Cualquier acto ha de confrontar los medios con los fines: las herramientas e instrumentos para alcanzar un objetivo son determinantes si se quiere evitar el abuso, la injusticia o el despotismo.

Es normal que hasta el New York Times haya dado la espalda al presidente en este episodio. La justificación presidencial de los registros telefónicos sin las garantías democráticas sedimentarias constituye un monumento a la arbitrariedad, una de las antítesis supremas del Estado de Derecho. Se empieza por ahí y se acaba en Guantánamo, antes o después de activar los viajes secretos de la CIA. O quizás en el estado policial que suspende los derechos de la ciudadanía aleatoriamente, según si el sátrapa latinoamericano, africano o asiático ha tenido pesadillas esa noche o se ha levantado de la cama con dolores de cabeza. Obama intentó limpiar la herencia de Bush, reparando las enormes cloacas abiertas en el Estado por su antecesor, que contradecían los más elementales requisitos donde se asienta la legalidad y la razón. Pero un presidente de EEUU posee una autonomía como muy débil. Es un presidente transfigurado por la voluntad de la coyuntura, a veces incapaz de girar el destino. Lo hemos visto a lo largo de la historia de EEUU: el dilema entre la conciencia y la capacidad transformadora, entre la moral y el posibilismo, entre la correción política -el elemento común cohesionador de ese país- y las posibilidades de ruptura. Son enormes los intereses que confluyen sobre la figura del inquilino de la Casa Blanca. Y siempre hay algo que sacrificar. Obama lo ha sacrificado casi todo, excepto las tibias vías reformistas. Faltaba que EEUU le pusiera un nombre, y ya lo tiene, tras el episodio de los registros telefónicos: «George W. Obama». El equipo de Obama, para defenderle, se ha encargado de recordar que fue Bush quien inició los programas de los registros telefónicos, y también que las escuchas son menos inicuas que las torturas. Puestos a extraer información a los supuestos terroristas, la vigilancia telefónica de millones de personas causaría un daño menor que las cárceles secretas o los secuestros anónimos. Las dos alegaciones carecen de sentido. Si fue Bush quien comenzó el espionaje, podía haber cancelado el programa. Y si se trata de espiar a los ciudadanos para «ahorrarse» la tortura, pues no hay más que hablar: establezcamos un Gran Hermano universal y que el Estado sea nuestro otro «yo».

Obama continúa a Bush. Ha intentado negarlo en la parcela social, pero las fuerzas en tensión estadounidenses han acabado por voltear al presidente. EEUU posee una pulsión colectiva que «borra» al inquilino de la Casa Blanca. Nadie puede ir contra esa corriente hegemónica, a la que rinde culto el pueblo estadounidense. Palpita en cada casa. Una de sus manifestaciones es la venganza. Bin Laden ejemplificó ese verso bíblico, que recorre el ADN del país del aluvión. La cuenta pendiente -la metáfora del monstruo- de EEUU la asumió Obama sin mayores problemas. Lo mandó ejecutar sin juicio. Después de eso, ¿qué sintetiza Obama, sino el epicentro moral de EEUU?