Las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje planetario de EEUU con base en internet no serán las últimas ni las más atroces. Poco vale al «gendarme» de las esencias democráticas perseguir sañudamente a los que descubren su tinglado -Manning y Assange primero, ahora Snowden- porque las facilidades tecnológicas para el espionaje y su contra son idénticas. Esta sórdida intromisión, que tanto degrada a quienes la practican, no puede justificarse en modo alguno como escudo contra el terrorismo. Considerar presuntos terroristas a todos los ciudadanos del mundo engendra el despótico derecho a violar la intimidad humana sin el menor criterio selectivo. No solo los derechos consagrados en la Constitución americana y sus enmiendas quedan burlados, si no por la práctica consumada, sí por la disponibilidad de consumarla; son todas las constituciones nacidas del supremo principio de la libertad las que son puestas en entredicho por un país, en medio de la nula autodefensa del resto. Snowden ha sacrificado con sus datos un estatus personal privilegiado, trocando la vida cómoda por la del prófugo que sabe que acabará cayendo. Su decepción con Obama, que ha preservado el aparato de espionaje global levantado por Bush para redimir la torpeza de su servicio secreto, es compartida por la inmensa mayoría de las personas creyentes en la libertad e intransigentes en la defensa de la privacidad.

Las realidades de progreso por intercomunicación universal que abre la red son incuestionables, pero dejan sin resolver vicios previstos o imprevistos, supuestos derechos sin apoyo legal que descoyuntan en gran medida lo mismo que fomentan. Es inaudita la pasividad internacional ante un fenómeno que tiende a cambiar el mundo y obsoletizar muchos de sus parámetros de organización y convivencia civil. Los problemas que afrontan los estados y los foros multinacionales son los de siempre, sin visibilidad alguna de un proyecto planetario para exclusivizar las opciones de la red en aquello que favorece el desarrollo de las sociedades humanas, y bloquear lo que atente contra ellas. Como la energía nuclear, la energía de la red tiene usos pacíficos y usos destrucivos, pero es infinitamente más barata. Con mejores o peores resultados, la primera es objeto de estricto control pactado entre naciones, mientras que la segunda campa a sus anchas en la dirección sana como en la perversa.

A este paso, internet acabará siendo la nueva bomba nuclear en la guerra fría de los nuevos bloques, o la loca amenaza que degenera en holocausto. Un solo país lleva la delantera, pero hay otros que corren en la puesta a punto. Si no se neutralizan, habrá que desactivarlos mediante la autodefensa crítica de la red. La presión desaforada por persuadirnos de las muchas ventajas de internet escondía el designio de controlarnos. CIA y KGB ya son juguetes rotos.