Con un ligero adelanto sobre el horario previsto, esperado desde hace semanas con la misma inquietud, con idéntica preocupación que la que tenían las madres de antes cuando sus hijos venían con el primer permiso de la mili, por fin ha llegado el verano.

Me gusta el verano, su lenta manera de hacer las cosas. Cuando era niño esperaba con impaciencia su llegada, el final del colegio, aquel recreo de cien soles que traía consigo. Luego todo se volvió más difícil. Ahora, tantos años después, sigo disfrutando su llegada, de su calor y su luz, pero siempre me acarrea un ataque grave de melancolía. Una prueba concluyente de que la vida es una enorme, terrible injusticia, es que no tengamos el derecho de, al menos una vez, volver a tener ocho años y un día de verano por delante, un día sin prima de riesgo, sin IVA, sin sentir cómo peligra nuestro trabajo, sin hipoteca ni cláusulas suelo, sin la troika.

Una mañana de verano con un balón de fútbol y veinte amigos, dos horas largas de carreras, gritos y algún conato de pelea, y luego descansar a la sombra fresca del portal, sobre el escalón de mármol, y callarnos todos un segundo y sentir cómo se mece la eternidad.

Y almorzar chanquetes con huevo frito y uno de aquellos melones que comprábamos en el cañizo que ponían en el Camino de Antequera, entre los dos eucaliptos inmensos que había frente a la casa de peón caminero del señor Cobos, y después, con una penumbra de persianas bajadas, dejar que el sueño te rinda.

Una tarde de verano en la playa, con brisa de levante, mi padre en la orilla, vigilándome, el Coloso de Rodas con meyba a rayas, y yo «en la mar, desentendido (€) un niño jugando a la alegría», los dedos arrugados y aquel gusto a mar que tenía la merienda, y el baño final al caer el sol, hundiéndome con él en el agua, y sentirme parte de un todo que no se entiende.

Una noche en el cine de verano, sesión doble, una de risa y otra de piratas, el olor de los jazmines llenándolo todo, endulzando el aire, mi madre queriendo ponerme una rebeca para el relente, y caminar después de vuelta a casa sin nada en qué pensar, saltando las baldosas de dos en dos, y soñar esa noche con John Silver El Largo.

Definitivamente el verano, como la lluvia en aquel soneto de Borges, es una cosa que sin duda sucede en el pasado.