Los indios de las selvas amazónicas tiemblan cada año con la profusión de volúmenes que inundan las ciudades, las ramblas, los pueblos, los paseos, los bulevares, incluso algunas librerías, con motivo de la celebración del Día Internacional del Libro y de su infinidad de Ferias. Se habían acostumbrado a que los asesinos de las selvas talaran cada temporada dosis razonables -o al menos no dosis tan salvajes- de árboles para que escritores de talento nos deleitaran con bellas narraciones o para que científicos e investigadores de prestigio nos trasladaran sus hallazgos y sus nuevos conocimientos. El sacrificio podía valer la pena si, a través del la materia prima tan necesaria para la vida misma de los pobladores autóctonos, la Ciencia y la Medicina empleaban el papel para usos divulgativos culturales, para curar enfermedades, para que los niños pobres del mundo aprendan a leer y a escribir, pero estos indios de la Amazonia no estaban preparados sicológicamente para que la madera de sus bosques se desperdiciara en la fabricación del papel necesario para editar una cantidad ingente de libracos, librillos, bodrios, escritos por «negros» bien pagados para personajes cuasi analfabetos que gozan de popularidad televisiva. Hemos llegado a una especie de exclusión social. Nadie es nadie, sobre todo en la tele y en la política, si no presenta su libro en la Feria del Retiro.

En alguna ocasión, estos literatos de nuevo cuño, que, en sus magníficas y «bien escritas» obras, relatan hechos «excepcionales» y nos ilustran con «doctas enseñanzas literarias y nuevos conceptos culturales», supieron que alguien había acuñado la frase definitiva que justificaría su merecida y justa irrupción en el mundo de las Letras. La frase es del gran escritor cubano José Martí (1853 - 1895) y dice así: «Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro». Es posible que estos nuevos intelectuales tengan hijos por docenas, y que hayan figurado en asistencia masiva de plantación de eucaliptos. Sólo les faltaba, entonces, ¡escribir un libro! Y acudir al stand a firmar ejemplares. Y ahí los tenemos, oscureciendo a escritores de renombre, promocionándose cada media hora en las pantallas de los programas más cutres€ y de más audiencia. Codeándose con los escritores más laureados y reconocidos.

A mi, de los tres mandamientos que dejó recomendados José Martí, y que reconozco de gran profundidad si se entiende bien su verdadero significado, hay uno sólo que me preocupa y me ha preocupado siempre. Es el de plantar un árbol. Que yo recuerde, he plantado al menos cuatro arbolitos, pero ninguno ha enraizado ni ha crecido. Unos por mi poca destreza en la fácil tarea de introducir la raíz en tierra y otros por el estúpido error de tenerlos previamente envueltos en bolsas de plástico. Un desastre. O sea, que tengo un puñadito de libros publicados, otro puñado cocinándose y dos hijos ya criaditos. Pero me falta plantar el dichoso árbol, y cuantos más mejor, aunque sea para contrarrestar modestamente el ataque furibundo de los insensibles depredadores; esos criminales que sacrifican la gran reserva amazónica arrebatando el sustento a los pobres indios con la «noble» intención de alumbrar para el mundo a nuevos «genios» de la literatura. Espero que alguien se apiade de un tipo como yo, tan incompleto, y me invite, anónimamente, a que pueda dejar plasmada en este mundo la tercera huella, esa que me falta para ser un verdadero hombre.