Huyendo del repiqueteo constante de las noticias que a diario vemos y oímos, a cual más desalentadora, sobre paro, economía, corrupción y otros desastres, y para no acrecentar la melancolía que se iba adueñando de mi espíritu, decidí buscar refugio seguro en la lectura de prosa poética.

Fue así de la mano de Amin Maalouf como inicié mi ilusorio caminar por la ruta de la seda, arrobado con la fantaseada historia de Omar Jayyám, el conocido poeta y casi ignorado humanista. Cruzando desiertos persas y alojándome en caravasares, me encontré, inopinadamente, en la ciudad de Ispahán. Cuenta la leyenda que, cuando un joven viajero, ansioso por conocer las maravillas de esta ciudad, llegando a un poblado preguntó a un anciano si aquella era la ciudad que buscaba, el buen hombre se echó a reír, respondiendo: ¿no te han dicho nunca que Ispahán no existe? No sé lo que dicen los libros, pero nací aquí hace setenta años y sólo los extranjeros me hablan de la ciudad de Ispahán. Yo nunca la he visto.

No es extraño, por ello, que en una ciudad fantástica se elaboraran las más fabulosas alfombras del mundo. Tan buenas que, según dicen, algunos sufíes rezando arrodillados sobre ellas, como manda el rito musulmán, tras una continua y profunda meditación, al liberarse de las angustias terrenas, llegaban a volar en ascensión mística. Como las levitaciones de los místicos católicos.

Mi apego terrenal no me ha permitido alcanzar tal grado de perfección; pero con mi imaginación sí puedo asegurar que me he visto transportado, surcando los aires con un indeciso vagar, suave y liviano, arrobado posiblemente por la música que cantan los derviches. Unas letanías de rítmica salmodia, átona y reiterativa, con la que entrar en trance, al igual que hacía el mundo cristiano cantando gregoriano; ya fuera con la primitiva variedad mozárabe o con el tardío rito ambrosiano, antes de ser desahuciado, lástima, por la guitarra postconciliar.

En la somnolencia del etéreo viaje estoy casi seguro de haberme cruzado, y no habré sido quizá el único malagueño, con un fantasma de corte árabe que atravesaría también aquellos aires de ensueño pero en sentido inverso al mío, trayendo dinero a raudales, repartido generosamente en forma de promesas, y pidiendo a cambio -hábil en el regateo, como buen comerciante beduino- más de lo que valía ese «oro del que cagó el moro». Reconozco no haberle prestado mucha atención, porque vino a detener su alfombra voladora en una parcela de terreno, verde y rodeada de gradas, que no frecuento. Sí lamenté en cambio que emprendiera seguidamente un vuelo alicorto -dicen que las alfombras voladoras no dan para mucho más que un recorrido- y viniera a posarse a escasas cuarenta millas, en una ciudad privilegiada de la costa, con la pretensión de elevar en sus orillas un mamotreto, que construiría con sus mágicas monedas. Suerte que no pudiera elevar la torre; pues siendo monedas mágicas y etéreas, no eran contantes ni sonantes como exigieron los dueños de aquella parte del rebalaje para autorizar la edificación. Así es como, por arte de esa magia, aquel espejismo malagueño se fue viniendo abajo hasta casi disolverse.

Reconozco que no le habría prestado mayor atención si no es porque, junto con esos trueques de prestidigitador, me trajo el aire el rumor de que también cerca de las playas malagueñas se iba a levantar algo, cuya denominación despertó súbitamente mi interés. La palabra mágica era Academia. Llevar luchando sin éxito tantos años por conseguir que Málaga contara con la de Legislación y Jurisprudencia y oír súbitamente que se iba a conseguir una para nuestra provincia, me hizo bajar de las nubes.

Vana ilusión. Era una academia de fútbol lo que yo había oído. Digna y respetable, en cuanto sirva para formar a nuestros jóvenes en la nobleza de los lances deportivos, les enseñe a evitar el juego sucio y los aleje de la codicia de muchos de sus padres y del mánager de turno, que solo ven en ellos no los laureles de la fama posados sobre sus cabezas, sino la máquina de producir euros en sus pies.

Pero la Academia en la que pienso es otra cosa. Esta pretende no solo ensalzar el prestigio individual de los muchos y buenos juristas que en nuestra provincia hay sino también, y sobre todo, elevar la reputación de una Málaga que reclama, por Derecho propio, el reconocimiento de su bien ganado prestigio jurídico. Pero se ve que, para nuestras autoridades radicadas en Sevilla, esta Academia de Legislación y Jurisprudencia es también superflua como los laureles. Aunque Málaga tenga en las manos y los pies de su gente la mayor máquina de producir dinero de toda Andalucía.