El mundo está cambiando. Nadie se hubiera imaginado en el siglo XX un estallido social en Brasil coincidiendo con la organización de un torneo de fútbol. Pues ahí lo tienen. El clamor de la calle contra la corrupción y el uso indebido del dinero público no tendría por qué ser una sorpresa en un país con una clase política dominante como la brasileña si no fuera porque las protestas han ido dirigidas, en buena medida, al despilfarro en fútbol. Rivaldo ha dicho que una nación que no es capaz de garantizar hospitales públicos y escuelas primarias no puede permitirse la desvergüenza de gastar tanto en una Copa del Mundo. El fútbol ha pasado de ser una especie de laxante del ánimo de los desfavorecidos para convertirse en el pretexto de una protesta social. Menos fútbol, más educación y mejor sanidad. Estoy de acuerdo. Pero al mismo tiempo que en el país más futbolero del planeta pinchan la burbuja, en España se sigue pensando en él como la única luz que nos ilumina. No hay más que ver las portadas de los periódicos estos días rebosantes de euforia por el triunfo europeo de la selección sub-21 y desbordando optimismo por el papel arrollador del equipo absoluto en la pandorgada brasileña de la Copa Confederaciones. Algunas producen vergüenza ajena. España, relegada entre los países de su entorno a los últimos lugares de las actividades productivas y en la educación, ocupa el primer puesto en el ranking de la FIFA. Es una potencia futbolística y en ese terreno ha empezado hace tiempo a enseñorearse. El entusiasmo desbordado, en tantas ocasiones faltoso, no quita para que el país en general produzca cierta conmiseración en el exterior por los índices de paro, la economía estancada y las escasas esperanzas de crecimiento. Pero ya ven, con ese sentido innato que nos caracteriza de saber vivir la vida a nuestra manera ahora nos ha dado por contemplar las posibilidades a través de una pelota de fútbol, como si se tratara de una bola de cristal. Todo cambia y España permanece.