Cualquiera que se sorprenda de la utilización de internet por los servicios de inteligencia de medio mundo para espiar las comunicaciones del otro medio es que no sabe cuáles son los orígenes reales de la propia red de redes -en principio, un proyecto ligado al Departamento de Defensa de los EEUU; vamos, que no lo creó un científico con pelos locos con la idea de compartir su conocimiento con el planeta-. Ojo, no estoy aliviando lo delictivo de estos ciberespionajes, ni mucho menos, pero hasta cierto punto sabemos a lo que nos exponemos cuando tecleamos www en nuestros ordenadores; lean, si no, la letra pequeña cuando se descarguen una app cualquiera en su smartphone -a su lado las contraindicaciones en los prospectos de los medicamentos son un libro de Enid Blyton-.

En realidad, internet lo inventaron para controlarnos de alguna manera, para completar los ángulos ciegos a los que no llegan los satélites que nos observan; o, mejor dicho, para saber dónde estamos y dónde hemos estado en todo momento -en la red de redes uno siempre deja rastro-; simplemente nos ofrecieron un caramelo con múltiples sabores y nosotros, golosos, nos lo zampamos. A partir de ahí cada uno debe tener en cuenta si le compensan las ventajas y pluses de navegar por internet respecto a los inconvenientes, que, insisto, no seamos hipócritas, todos conocíamos o intuíamos antes del dichoso PRISM. Por cierto, una idea loca: ¿se imagina que nos pusiéramos todos de acuerdo y habláramos a la vez de ficticios atentados terroristas? A los del servicios de inteligencia les explotaría la cabeza.

Un honor

En realidad, a mí me parecería un honor que espiaran mis conversaciones o mis registros por internet; supongo que significaría que soy alguien de cierta importancia para esos señores espías tan atildados. Ojo, quién sabe: a lo mejor sí me han espiado; a lo mejor un espía ha seguido una de mis recomendaciones cinematográficas en una conversación privada por Facebook y me lo ha agradecido -mental, secretamente-; quizás ese mismo espía me haya hurgado en el archivo musical de mi portátil y ahora esté disfrutando de algunos de mis tesoros sonoros en su casa... A veces uno siente la necesidad de gustarle hasta a sus espías. Por cierto, ahora que lo pienso: quizás mi espía esté leyendo este artículo mientras lo estoy escribiendo... O quizás lo esté escribiendo él por mí -me temo que eso nunca lo sabrán ustedes-.

Soy muy benévolo con los espías; quizás porque yo soy uno de ellos. Usted también, reconózcalo.

¿Nunca se ha metido en Facebook para ver qué ha sido de algún conocido, así, de puntillas, sigilosamente? ¿O se ha creado una cuenta de Twitter anónima para investigar lo que le carcomía por dentro? Medite y verá como lo del PRISM, al final, es lo más humano del mundo.