Estoy de acuerdo con la mayor parte de ustedes: si José Bretón asesinó e incineró a sus dos hijos menores en la finca cordobesa de sus padres es que el único calificativo que cabe aplicarle es el de monstruo. En estos primeros días del juicio hemos escuchado a abogados y familiares definirlo como una persona fría y calculadora que aplicaba un férreo control paternal a sus pequeños. Su exmujer, la única víctima en toda esta historia, ha relatado el calvario al que fue sometida durante un matrimonio largo y frío en el que le dio tiempo a conocer, como quien hace un doloroso máster en humanidad, las aristas más rocambolescas de la personalidad de un tipo obsesivo y paranoico que pudo urdir una cruel venganza sólo para salir vencedor de una batalla imaginaria entre él mismo y la madre de sus hijos, en la que los únicos árbitros fueron los celos y la perfidia patológica. Está por ver cuál será el veredicto del Tribunal del Jurado, pero la descripción que hago en la primera parte de este artículo se corresponde quizás con lo que ustedes definirían como prensa amarilla. Por más que me parezca a priori que el tipo en sí encaja a la perfección en el armazón semántico que han cincelado sobre él psicólogos y exfamiliares, hacer una llamada a la racionalidad en este asunto parece casi una temeridad por parte de quien les habla. Yo no sé si Bretón es culpable y sinceramente sólo espero que se haga justicia y que la madre de esos niños encuentre la paz, pero otra vez los periodistas -algunos, no todos claro- hemos vuelto a presentarnos ante la opinión pública con la peor versión de nosotros mismos: la del amarillismo. Otra vez hemos sacado la teoría de que todo vale para no perder espectadores, que un minuto de prime time en televisión es oro molido. Miren, este caso no se puede comparar con el de Dolores Vázquez, porque parece que en cuanto a Bretón hay serios indicios de criminalidad. Pero sí podemos adivinar que el tratamiento está siendo de nuevo el mismo: más madera, que si luego hay que rectificar nadie se acordará de nada.

Vázquez vive en otro país después de haber sido acusada injustamente del asesinato de Rocío Wanninkhof. Y los medios nos dispusimos a hablar de la forma en la que miraba, de cómo andaba, destripamos su vida privada y la señalamos como la presunta culpable de una muerte horrenda. Años después, continúan circulando teorías de la conspiración para conciliar el encuentro de Vázquez con un asesino en serie y, pese a que se sobreseyó la causa contra ella definitivamente, su reputación sigue manchada.

Otra vez hemos caído en el relato fácil y en la retórica compungida, como ocurrió cuando Miguel Carcaño cambiaba una y otra vez de versión respecto del lugar en el que enterró el cuerpo de Marta del Castillo; hemos vuelto a tropezar en la piedra del amarillismo, como cuando al estallar el caso Malaya todo el que tuviese un primo en Marbella formaba ya parte de una especie de Cosa Nostra espectral inaugurada por Jesús Gil.

Una vez un abogado me preguntó si la opinión pública coincidía generalmente con la opinión publicada. Parece difícil establecer vasos comunicantes entre ambas, aunque hoy las páginas digitales de los diarios busquen con ansia la retroalimentación y la interacción con sus lectores. Es difícil establecer quién propicia los juicios paralelos: ¿los medios con sus informaciones sobre sucesos y tribunales o quienes los consumen? Aquí hace falta un sociólogo.