Las semifinales de la Copa Confederaciones presentan enfrentamientos entre cuatro selecciones campeonas del mundo: Brasil-Uruguay y España-Italia. Además existe el deseo italiano de vengarse de España por el 4-0 de la final de la Eurocopa. Pero sobre todo, sobre el ambiente, crece el deseo brasileño de vengarse de Uruguay. Hay una cuenta pendiente que nunca se acaba de pagar: el Maracanazo de 1950, el último partido del Mundial que ganaron los uruguayos que no eran los favoritos

El Mundial de 1950 no tuvo el desarrollo tradicional. Se clasificaron para la liguilla final, ahora le llamarían el play off, cuatro selecciones. Brasil era la gran favorita y ni siquiera Uruguay podía hacerle sombra. Previamente habían jugado tres encuentros y dos los habían ganado los anfitriones. España y Suecia llegaron al tramo final convencidas de que su objetivo no era el título. Brasil estuvo de fiesta mucho antes del encuentro último y después vivió la mayor decepción de su historia. Hubo suicidios, gentes que se perdieron en la noche de Río y tardaron días en encontrar su casa. El Maracanazo fue un tiro de gracia que acabó, momentáneamente con la presuntuosidad brasileña.

Brasil llegó al último encuentro después de vapulear a España (6-1) antes batió a Suecia (7-1). Uruguay también derrotó a los suecos (3-2), pero empató 2-2 con España y siempre se dijo que con suerte porque el embarrado campo favoreció el lejano disparo de Varela que Ramallets no logró atajar.

Maracaná tenía capacidad para 200.000 espectadores porque la mayoría del graderío no tenía asientos. El clamor acogió a los brasileños que contaban con figuras excepcionales. Ademir era el goleador implacable. Lideró esta clasificación con nueve dianas, por delante de Schiaffino, (6) y Zarra (5). Zizinho era el artista del equipo. A éste solamente lo anuló Puchades («Blanco gana a negro» fue un titular en España) y en el mismo Maracaná, en la final de la Copa América de 1989, entre Brasil y Uruguay (1-0) Alfredo di Stéfano me presentó al brasileño y me dijo: «Éste si era bueno. Mejor que yo».

En el vestuario de Uruguay, según testigos, no había la mínima sonrisa. Los jugadores estaban con la cabeza gacha. El seleccionador ni se atrevió a dar una palabra de ánimo. Se limitó a pedir precaución para no ser goleados. Era un equipo derrotado antes de comenzar a jugar. Afortunadamente, tenía un gran capitán: «El Negro» Varela. Obdulio miró alrededor y dijo: «Pónganse los huevos en la punta de los botines y a ganar».

A Brasil le valía el empate para proclamarse campeón del mundo. Pero en minuto 21 comenzó a producirse el desastre. Schiaffino logró el empate y Máspoli resistió los ataques brasileños. Tras ello se consumó el Maracanazo. Chiggia batió a Barbosa, a quien engañó porque en lugar de centrar disparó a puerta. Con este tanto quedó en mal lugar hasta al gobernador de Río, que había proclamado campeón a su equipo 24 horas antes. Incluso las autoridades habían acuñado monedas con la imagen de los jugadores y los diarios tenían sus portadas preparadas con el triunfo de los suyos.

Los uruguayos se multiplicaron. Todos creyeron en el mensaje de Varela y en el minuto 34, llegó el tanto de Schiaffino que, con su remate sentenció moralmente a Barbosa. Éste dejaba dentro de la portería una muñeca que le había regalado su esposa. El balonazo la rompió y con ello el guardameta creyó perdida su buena suerte. Sin amuleto...

Barbosa no regresó a casa esa noche. Deambuló por todo Río y se llegó a temer por su vida. Espiritualmente murió esa noche en Maracaná. Todo Brasil lo consideró culpable y pasó a la historia como personaje nefasto. Hasta en el momento de su muerte se le recordó como villano. Pocas veces se consideró que no había sido el único culpable.

Pese a la victoria de 1989 aún está pendiente la revancha. El Maracanazo sigue doliendo. Es herida sin cicatrizar. Es virus que se contagia generación tras generación.