Entre los políticos a los que les cuesta mentir, aquellos que son incapaces de decir una verdad y los que no saben distinguir entre una cosa y otra, España podría contribuir con cierta eficacia y en buena medida a reforzar las dos últimas categorías. La última, en concreto, la que se circunscribe al discernimiento de la verdad y la mentira, es seguramente por donde más se ha transitado en los años que van desde la Transición a aquí.

Por ejemplo, Felipe González, cuando hablaba de modernizar España, no tenía previsto que en el futuro dispondría en uno de sus gobiernos de un ministro del Interior que iba a permitir los registros en los domicilios o un director de la Guardia Civil dispuesto a llevarse hasta el dinero del cepillo de los huérfanos del benemérito cuerpo. No sabía si estaba mintiendo o diciendo la verdad al comprometerse con la modernización. Aunque probablemente, debido a los años en el poder, tampoco supiese distinguir ya entre lo uno y lo otro.

Aznar se hartó de manejar aquel latiguillo de «España va bien», seguramente con la intención no de falsear la realidad, sino realmente convencido de que lo iba. Y en efecto así era para él y otros dirigentes del Partido Popular, según hemos podido enterarnos años después. Ellos eran la España de los sobresueldos y de los viajes que la policía ha incorporado ahora al sumario del caso Gürtel. Pero España, lo que se dice España, no iba precisamente bien como se comprobaría más tarde pasando abruptamente del sueño hortera de la burbuja al batacazo posterior.

El político que no sabe distinguir entre la verdad y la mentira se ha especializado en promocionar el mundo ilusorio en que vive. Habitualmente es el escenario que le fabrican los que lo rodean y que no tiene nada que ver con el de la gran mayoría de los españoles. El felipismo cayó de su propio pedestal en medio de una traca sin precedentes de corrupción; los escándalos del aznarato se conocieron más tarde; el zapaterismo dibujó la España alelada que preconizaban el propio Zapatero y sus ministros y ministras, y a Rajoy le queda una última oportunidad de devolver confianza a los españoles reduciendo los privilegios de una casta. Si es que va en serio y es verdad lo de la reforma de la Administración.