Cuando la tierra no es para quien la trabaja la educación suele ser para quienes pueden pagarla. Es un axioma, una evidencia, algo que no necesita demasiada explicación. El ministro Wert ha vuelto a liarla con el asunto de las becas, proponiendo, en contra de todos los criterios, en contra de todo el mundo, que sólo puedan acceder a ellas quienes superen una nota más alta.

Esto pasa por hacer las cosas mal desde el principio. Si la educación, hasta sus últimas consecuencias, fuese realmente gratuita, si no costase una matrícula universitaria lo mismo que un utilitario de ocasión (me refiero a la universidad pública, en la privada cuesta tanto como uno nuevo), si no representase para las familias un enorme sacrificio hacer que sus hijos sean algo más que mano de obra baratita y poco espabilada, no andaríamos ahora con estas, pendientes de los volantazos del ministro y de si Maripili alcanza el mínimo para seguir o tiene que abandonar a mitad de carrera y buscar una mercería donde vender medias y calzoncillos, que al parecer es una imagen de España que algunos añoran.

Sin embargo, el hecho de que la educación sea gratuita no debe llevar aparejado que sea poco exigente. Creo que ese ha sido el gran error cometido en las últimas décadas, ese absurdo empeño por ir bajando el nivel para que nadie se quedase atrás, perjudicando gravemente a los mejores en beneficio de una enorme masa de mediocridad. La selección debe hacerse desde el esfuerzo, desde el rendimiento, desde el talento, no desde la cuenta corriente de la familia.

Muchas cosas habrían de cambiar para que esto de una vez funcione. Una vez resuelto el asunto de que nadie se quede fuera por dinero y seleccionados los mejores, los que verdaderamente tienen la inteligencia, la energía y las ganas necesarias, hay que desterrar todo ese cuento de la pedagogía moderna, toda esa farfolla sobre motivación para que los alumnos se interesen por los estudios, toda esa palabrería absurda en la que el esfuerzo para que alguien que no sabe aprenda algo debe hacerlo quien ya lo sabe, que viene a ser algo así como si el mar tuviera que tirar los peces a la cubierta del barco pesquero o los árboles llevar la fruta a la mesa del comedor. En eso que llamamos «educación», debe entrar también, antes que nada, el respeto al maestro, la gratitud hacia quien tiene la generosidad de transmitirnos algo que él sabe y nosotros no, y el reconocimiento hacia su labor permitiendo que nos enseñe.