Pedir el cese del peor y menos valorado ministro de la democracia, José Ignacio Wert, es afianzarlo en la poltrona de su ministerio al que llegó para cumplir los designios de Dios, vía cardenal vitalicio (cilicio) Rouco Varela y dar la cara por Mariano Rajoy de quien es deudor por haberle elevado a los altares de un ministerio que le viene tan grande como si a mi me vistieran con los ropajes pontificios. Wert tiene la suerte de que todo el mundo, hasta en amplios sectores del PP, pida que Rajoy lo cese. No caerá esa breva. Toca aguantar la prepotencia demagógica de este pontifical ministro y habrá que llevarlo en penitencia, dos salves y un padrenuestro. Parece que, ahora, quiere dar marcha atrás en asunto tan delicado y sensible como es el de las becas. De mantener su osada propuesta sólo en Andalucía podía peligrar el futuro de 90.000 alumnos. Sabiendo que Rajoy no lo cesará, Wert tendría que dimitir por dignidad. Como lo tendría que haber hecho Ana Mato, la ministra de Sanidad a la que le va la marcha de meter las cabras en el corral andaluz.

Tengo mis dudas de si el ministro Wert ha actuado por libre o es correa de transmisión de Rajoy y lo ha soltado al ruedo ibérico para lidiar el difícil morlaco de la reforma escolar (Lomce). Y tengo también mis dudas de si la lucha dialéctica de Wert con toda la comunidad educativa no es más que una cortina de humo para desviar la atención de lo que es problema prioritario en España, los más de seis millones de parados y la galopante corrupción en el seno del PP, jamás conocida en este país. Estos dos asuntos, paro y corrupción que fueron el mantra de Aznar para minar la credibilidad de Felipe González y le hicieron perder las elecciones son, ahora, un calvario permanente para Mariano Rajoy, sabedor de que el caso Gürtel y por extensión el caso Bárcenas están minando la credibilidad de quien se presentó como salvador de la patria y con un rosario de promesas que sabía no podía cumplir.

Y todo esto sucede cuando nunca hasta ahora ha habido un presidente y un partido que acumulen tanto poder y que su forma de gobierno preferido sea el decreto ley; ha recetado el poder judicial (Gallardón se ha desinflado como globo de feria) de modo que el Tribunal Constitucional (TC), el Tribunal Supremo (TS) y el Consejo General del Poder Judicial bailen la misma o al menos parecida sintonía, introdujo profundos cambios en la Fiscalía General del Estado, en la policía y unidades de lucha contra el fraude y la corrupción, en las agencias reguladoras y con todo el aparato del Estado a su servicio. Y encima actuando como descarado vocero oficial la radio y la televisión pública, que así le va habiendo perdido audiencia como nunca jamás.

Es cierto que Rajoy tiene más poder que cualquier presidente anterior. Le viene de las urnas pero también del maquiavélico manejo que ha hecho de los hilos de las marionetas con designaciones y nombramientos que llevan el sello inequívoco de la fidelidad y la lealtad, principios o virtudes que Rajoy ama por encima de cualquier otra cosa (Ana Mato, por ejemplo). En el TC hay manifiestos y clarividentes ejemplos de cómo premiar esta devoción con el magistrado designado por el Gobierno, Enrique López, de escasa preparación profesional y reducido currículo judicial para acceder a tan alta responsabilidad y que mereció que le cuestionara nada menos que la mitad de sus compañeros en el TC. Si se repasaran los nombramientos hechos por el Gobierno Rajoy se vería de forma nítida que priman las adscripciones ideológicas al PP y, en algunos casos más a la derecha del PP, que ya es un decir.

Pero Rajoy no está satisfecho con este control interno que ejerce en todos y cado uno de los aparatos del Estado porque le falta lo más importante: No tiene poder y mando en Bruselas y Ángela Merkel tiene la malsana costumbre de oírlo como quien oye caer la lluvia; tampoco controla los mercados que nos imponen su ley y ya dentro hay unas cuantas autonomías que tienen la sana costumbre de oponerse al desmantelamiento de la sociedad social, caso de Andalucía. Y tampoco parece tener la fuerza y convicción para poner a la Iglesia en su sitio y mucho menos capacidad y autoridad para parar los pies a Luis Bárcenas, su otrora amigo. Por mucho que envíe a los medios a su sparring favorito, el señor Floriano, para acusar de que el PP está siendo objeto de «insidias» y abierta una «causa general» contra su partido, el caso Gürtel y por extensión el caso Barcenas y sus derivadas de sobresueldos a la cúpula del PP están más vivos que nunca, aunque nunca se sabe si recordamos lo que le pasó al juez Garzón. Ya veremos.