La música, como punto de encuentro, como mancha de calor. 30.000 personas no olvidarán ya nunca su inmersión colectiva en su propia y mejor dimensión humana durante el concierto de Bruce Springsteen, en Gijón. Pensaba en ello camino del trabajo, cuando veo, sentado en la acera, a un enjuto y atezado rumano, que podría tener la edad de Bruce y toca una flauta. Una madre tirando de su hijo pasa ante él, sin mirarle, pero el niño se ha quedado prendido en la melodía, y mira alegre atrás, una y otra vez, entre los tironeos de mamá. Al músico, vuelto hacia el niño, le ríen los ojos, mientras mueve la flauta y eleva el tono de la melodía para que el niño no se suelte del hilo. Nada hace más feliz a un músico que la vibración del cable que ha logrado tender con su público, un canal con corriente de ida y vuelta. A Bruce se le veía henchido y pletórico ante su público, al rumano también.