­­­Durante estas últimas semanas hemos podido conocer el revuelo que ha suscitado la incorporación de una vicepresidencia, tanto del Tribunal Supremo como del Consejo General del Poder Judicial, en la ley que reforma este último órgano. Día tras día, se han sucedido las manifestaciones de diferentes sectores de la judicatura, fundamentalmente de los más afectados, los miembros del alto tribunal, que lo interpretan como un intento de politizar la Justicia y, por tanto, como atentado a la independencia judicial.

Es, cuanto menos, llamativo que los jueces se quejen de la injerencia de los políticos en la justicia y no lo hagan de la de los medios de comunicación en aquellos procesos judiciales que, por diferentes motivos, adquieren una repercusión social desmesurada. Es fácil encender la televisión cualquier mañana, saltar de un canal a otro y encontrar prácticamente en todos un programa cuyo plató se ha convertido en un tribunal formado, normalmente, por periodistas, juristas, criminólogos y, seguro, alguno más que se cuele sin título. Se sientan en torno a una mesa donde puntualmente cada día hacen el seguimiento de estos juicios y debaten (es un decir, porque suelen coincidir casi al cien por cien en sus valoraciones) sobre los hechos, las pruebas, a veces incidiendo en detalles escabrosos, las declaraciones y testimonios de imputados, víctimas, testigos, familiares y allegados de unos y de otros. Bajo esta supuesta labor informativa subyace el morbo y el amarillismo más vulgar. Y algo aun peor: conducen a la gran masa social que conforman su audiencia hacia un veredicto irrevocable e inapelable. Un juicio paralelo al que se celebra en la sala de cualquier juzgado y en cuyo desarrollo y desenlace, queramos verlo o no, termina influyendo.

De querer dedicarle unas cuantas líneas a los juicios más mediáticos que tenemos hoy por hoy en España, seguramente me faltarían hojas en este periódico. El caso Noos, el caso Bárcenas, los EREs falsos de Andalucía, Marta del Castillo o Malaya, son los que primero me vienen a la memoria. Todos ellos, procesos judiciales infinitos que sirven a las principales cadenas de nuestro país para rellenar espacios a un bajo coste. No he olvidado otro de los que posiblemente está ocupando buena parte del contenido de estos programas matinales en las últimas semanas: el caso Bretón. Desde los momentos más incipientes en que conociéramos este caso, todos tuvimos casi la total seguridad de que se trataba de un infanticidio a manos del progenitor. Pero ¿conocíamos en profundidad el caso? ¿Contábamos en aquellos primeros días con información sobre las pruebas o los indicios que apuntaban contra ese padre? ¿Podíamos saber lo que había sucedido si apenas había comparecido nadie aun? Ni la intuición, ni esos primeros planos de Bretón con gesto de inquietud y nerviosismo en el parque donde supuestamente perdió a sus hijos, nos llevaron a esas primeras conclusiones. Sin duda, en la noticia también estaba implícita la sentencia. Por mucho que confiemos en la profesionalidad de jueces y magistrados, así como en la imparcialidad de ese jurado popular que también participa en el proceso, no nos olvidemos que como ciudadanos todos estamos expuestos a la presión informativa.

Para que nuestra democracia y nuestro Estado de Derecho sigan gozando de buena salud, es imprescindible el mantenimiento estricto y efectivo de la separación de poderes. De producirse un proceso de politización de la Justicia estos pilares fundamentales de nuestra convivencia podrían tambalearse. Un riesgo que también corremos con la mediatización de la Justicia, un fenómeno que no genera crispación o polémica entre los jueces, pero del que deberíamos ir teniendo conciencia y, por qué no, en aras de esa tan valiosa independencia judicial, regularlo como es debido.

*Patricia Navarro es senadora del PP por Málaga