Si se cumplen las previsiones del acuerdo de financiación para las comunidades autónomas de régimen común, en 2014 deberíamos haber revisado el sistema vigente. Esa inmediatez, unida a los devastadores efectos que la caída de los ingresos tributarios ha producido en las cuentas de las administraciones públicas, ha empezado a generar un elevado ruido, en el que cada cual intenta tomar posiciones para arrimar el ascua a su sardina. Lógico, nos guste o no, vivimos en un mundo plagado de egoísmos. Otra cosa es cuánto de razonable tenga cada postura.

Esa drástica reducción de los ingresos -que no el aumento del gasto público„ha engrosado el déficit presupuestario de las administraciones, lo que, por exigencias de los tratados europeos, debemos reconducir, siendo la administración central la que se responsabiliza de su cumplimiento.

El gobierno de España tiene la sartén por el mango ya que distribuye el déficit total máximo permitido para cada nivel de administración. De ello se deriva un problema y, sin duda, una parte importante del ruido que del asunto se deriva. Porque, ¿cómo cree usted que ha asignado tal distribución? Sí, efectivamente: barriendo para casa. Esto no es una opinión; las opiniones son libres, pero los datos son los que son.

El total del gasto público en España se distribuye, entre las distintas administraciones, aproximadamente, de la siguiente forma: 52% para la central -incluida la Seguridad Social-, un 35% para las comunidades autónomas y un 13% las corporaciones locales. Con ese mapa de gastos, la restricción de no superar el 6,3% del PIB en déficit público en 2012, se dividió en un 4,5% para la propia administración central, un 1,5% para las comunidades autónomas y un 0,3% para las corporaciones locales. Es decir, aunque la administración central absorbe el 52% del gasto, se reservó más del 71% del déficit, castigando al resto de administraciones a hacer un mayor esfuerzo relativo. ¿No es eso barrer para casa?

Si además tenemos en cuenta que los servicios básicos asociados al estado de bienestar: sanidad, educación y servicios sociales, son prestados por las comunidades autónomas, la valoración, necesariamente, ha de ser peor. Consciente o inconscientemente -que eso ya es opinable- la administración central obliga a las comunidades autónomas a deteriorar los servicios públicos básicos.

Es en ese contexto, en el que algunos gobiernos autónomos piden que el reparto del déficit para 2013 no sea idéntico para todas las comunidades, sino asimétrico. Otros gobiernos se oponen vehementemente a tal asimetría, porque favorece a los incumplidores. Si el tema fuera tan claro y sencillo podríamos encontrarnos, efectivamente, ante un problema de riesgo moral.

Pero estamos ante una falsa acusación. Está sobradamente demostrado, en distintos estudios muy solventes, que las comunidades que han venido presentado un mayor nivel de déficit y que, en consecuencia, han acumulado un mayor nivel de endeudamiento, son aquellas que han estado -y aún están- comparativamente peor financiadas. En otras palabras, es fácil cumplir cuando estás claramente mejor financiado; cuando, para prestar el mismo servicio, dispones de mayores recursos.

Y esto, en definitiva, reabre el debate sobre el sistema de financiación. La primera prueba evidente de ello ha sido la afirmación de que hay que acabar con los privilegios de las comunidades forales.

¿Se puede hablar al respecto o es materia intocable? La Constitución de 1979 garantiza un sistema de financiación singular para Euskadi y Navarra; de la aplicación del mismo se deriva que estas comunidades disponen de, aproximadamente, un 60% más de financiación per capita que la media de las comunidades de régimen común. Ahora podemos discutir sobre si son galgos o podencos, sobre si debemos tener un mismo sistema de financiación para todas las comunidades o si es posible eliminar los privilegios actuales con la revisión del «cupo». Yo creo que no deberíamos engañarnos, porque, en el fondo, ambas cosas están asociadas. Es lógico que las comunidades forales quieran continuar recaudando directamente los impuestos, pero será difícil que acepten contribuir al Estado lo que realmente les correspondería; a mi me cuesta creer que, por una u otra vía, estén dispuestas a renunciar a sus actuales privilegios. La cuestión es por qué no se puede discutir abiertamente de ello, porque más allá de las opiniones, lo cierto es que tales privilegios producen una fuerte inestabilidad en la financiación del resto de las comunidades; y si esto no se puede poner en cuestión, seguramente es que no somos libres.

Y más allá, es necesario añadir que el sistema de financiación de las comunidades autónomas de régimen común genera graves problemas porque: no existe una auténtica nivelación de los servicios básicos en las distintas comunidades, al mantener diferencias muy notables en la financiación per capita para prestar los mismos servicios; no facilita la corresponsabilidad fiscal, lo que permite que los gobiernos autonómicos no se vean obligados a rendir cuenta, adecuadamente, sobre su gestión, ya que los ciudadanos no pueden percibir con claridad cual es el coste que soportan por lo que reciben; y, además, es muy complejo, de lo que se deriva una falta total de transparencia.

Para arreglarlo habría que partir de cero y no creo que exista voluntad de hacerlo así. Los problemas parten de la financiación original de las transferencias competenciales y ninguna de las revisiones del sistema los ha solucionado. Ahora, además, no existirán recursos adicionales con los que poder comprar voluntades.

*Juan Antonio Gisbert es economista y experto en temas financieros