Cuando traiciona antes de tiempo es difícil amotinarse contra la muerte. No es fácil pensar nada que nos defienda de su oficio afilado, contundente y umbrío. Uno se queda de repente solo dentro de sí mismo. Un instante de sombra que nos sitúa fuera del presente antes de derrumbarse en tristeza en la garganta, en la mirada. Y enseguida la certeza de que toda la vida cabe en un recuerdo. No es lo mismo que cuando uno espera esos últimos labios cuyo aliento se percibe como una amenaza cerca. Tampoco si sucede en mitad de la vida que se lucha contra ella, en desigualdad de condiciones, para vencerle una codicia de tiempo. La única codicia comprensible y justificable.

El pasado miércoles fue uno de esos momentos en los que la memoria sentimental, hacia quién acababa de morir, y nuestra propia vida, se cruzaron en el mismo espejo. Igual que si algo de nosotros se fuese con el protagonista viajero del óbito. Como si ese extravío en la muerte hubiese sido el nuestro en lugar del suyo. Sucede esto último si la edad que termina de caducar en el corazón del que se ha ido nos hermana generacionalmente. Ocurrió el miércoles. Tres veces indefensas contra el asalto de la noticia. Tres vidas en mitad de la tarde que se rompió en tres. Tres profesionales sin máscaras, sin dobleces ni repudios de clase o la embriaguez del poder. Ejemplo de talento, tenacidad y la libertad de estar viviendo sus pasiones. Las mismas que nunca dejaron de compartir con los demás.

Concha García Campoy: brillante periodista del trabajo codo a codo para quien la voz era seducción y credibilidad, una incondicional manera de ser y de estar. Hizo de la información, de la entrevista y del magazine, una clase sencilla con elegante clase natural. Nos enseñó a vivir que son dos días poniendo siempre esa sonrisa que no sobra en los momentos íntimos; al seguir sintiendo en nuestra mano la mano del que se quiere en la oscuridad de los años dentro de un cine; en los momentos difíciles ni cuando hay que restarle urgencias al sofoco de lo diario. Que con ilusión y entrega, muchos días del trabajo son hoy domingo. Fue la mejor periodista a la que invitar a casa o con la que irse a cualquier difícil frente de batalla. Jesús Robles: un librero que durante treinta y seis años ha sido poeta en blanco y negro de su vida en 8 y medio. Un negocio casa donde nunca dejó de ser parte feliz de un matrimonial ménage à trois con su mujer y el cine de autor. El saludable abrazo golem del Alpaville y los Renoir del que han gozado numerosos aprendices, maestros y amantes del séptimo arte, convencidos por sus conocimientos y recomendaciones o envueltos en algunos de sus numerosos proyectos. Manuel Fernández Cuesta: editor de antigua estirpe (quedan pocos como él y Enrique Murillo) que enriqueció la ficción con el discurso de una necesaria, excelente y audaz península del pensamiento. Un día abandonó el despacho de un sello con éxito asegurado y se marchó a una aventura pequeña e independiente, decidido a defender que los libros continuasen siendo la lectura como formación, en lugar de la lectura como entretenimiento. Los tres han sido algo más que magníficos profesionales con los que el trabajo me ha cruzado en cordial simpatía, con suficiente tiempo cómo para aprovechar su talento y guardar algunas anécdotas, objetivos comunes y las ganas de que la recompensa al trabajo bien hecho sea seguir haciéndolo. No me cabe duda alguna de que los tres continúan vivos. Concha García Campoy en las ondas del aire donde su voz es una radio cálida y comprometida. Manuel Fernández Cuesta en los libros que al abrirlos son como encender la luz de una pregunta o una respuesta inteligente y con una palabra al frente. Jesús Robles en Martín de los Heros, la mejor calle en versión original.

Me gustan los obituarios. Creo que son un género de guante negro contra el duelo. Una flor roja que siempre es el último beso herido al que enseguida le sobreviene la oscuridad, un largo sueño, el fuego, las cenizas, el viento. Los leo. Los colecciono. Sé de lo que hablo. Es difícil hablar de los muertos sin sentimentalismos falsos ni convertirlos en sombras de los héroes que no fueron. Al menos, no más que cualquiera que haya combatido por el hechizo de una palabra aprendida en un libro, por sembrar a tierra un sueño resbaladizo y exigente o por un beso en el que reconocerse feliz, sin claudicar contra unas cuantas derrotas que duelen antes de levantarse. Es difícil elegir los adjetivos del presente, los verbos del pasado, los sustantivos eternos. No es fácil evocar ni significar la historia del que se ha marchado. Hay que protegerse de engrandecer las verdades o fabular la identidad y la elegancia en sus batallas. Es importante saber en qué cercanía debe uno colocarse al hablar de los que se van. Escribirle a la muerte para conjurarla en una memoria viva despierta en quién lo hace culpas, afectos, debilidades, fantasmas, humedad en la garganta de las palabras que en cierto modo se lloran. Incluso el peligro de la impostura y el inconsciente papel del juez que certifica un veredicto. Igual que si también fuese el mago sacerdote de un rito ancestral. El de ponerle al muerto entre las manos el pliego del obituario como un pasaporte a presentar al otro lado. Esa orilla de la que nadie sabe con certeza su existencia. Si se compone de varias puertas. De un sendero que se bifurca. Nunca me he preguntado qué es más digno o razonable: si una necrológica de recomendación o dos monedas para Caronte. Lo más hermoso sería colocarle en los labios una mariposa y que del difunto hable la lengua de sus alas.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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