Las dos tesis principales que quisiera defender son, por un lado, que todos tenemos una tendencia natural a la corrupción y, por otro lado, que afortunadamente muchos tienen una tendencia espiritual para evitar la corrupción. Y para empezar debe quedar claro que con el término «corrupción» asumo su sentido actual y habitual de conductas abusivas, ilegales e inmorales, en favor de sí mismo o de los «suyos».

Pero para enmarcar adecuadamente las cosas creo conveniente distinguir entre moral y ética. Ambos términos pueden entenderse como sinónimos en cuanto que los términos griegos originales fueron traducidos al latín igualmente por mos (plural: mores), esto es, costumbre. Sin embargo, es habitual distinguir entre el mundo moral, es decir, el ámbito de las costumbres, buenas o malas, aceptables en una sociedad e inaceptables en otra, y el espacio de la ética (también llamado filosofía moral) que es básicamente la discusión filosófica sobre lo que es bueno o malo en las costumbres, así como su justificación.

Pues bien, en este mismo año de 2013 Joel Marks, profesor emérito de filosofía de la Universidad de New Haven (USA), ha publicado un libro provocativo titulado Ética sin Moral: En Defensa de la Amoralidad. Marks es consciente del relativismo moral, es decir, del hecho de que determinadas costumbres son buenas o malas según la sociedad que las acoja, así como según las circunstancias (pensemos por ejemplo en el aborto). Pero ello le lleva al nihilismo moral, esto es, a la convicción de que no hay normas morales. Sólo cabe una máxima: cada cual establece una jerarquía de sus deseos e imagina cómo alcanzarlos. Por supuesto, la ética, como tarea filosófica, sigue existiendo, aunque sólo para justificar esta defensa de la amoralidad.

Personalmente entiendo que Marks ha dado en el clavo, en el sentido de que expone crudamente la situación real. A pesar de las numerosas declaraciones de cumplir los mandatos divinos, de seguir los dictados de la conciencia, de satisfacer nuestras más auténticas emociones o de cumplir con deberes universales, todos nosotros o la inmensa mayoría, siempre o muy frecuentemente, hacemos lo que nos conviene y satisface nuestros deseos.

Patricia Churchland, profesora emérita de filosofía de la Universidad de California, en San Diego, trata de explicarnos cómo funciona esta tendencia natural a satisfacernos a nosotros mismos y a nuestros próximos (familiares, amigos y conocidos). El libro de Churchland, de hace un par de años, se titula Confianza cerebral. Lo que la Neurociencia nos dice sobre la Moralidad . Su tesis general es que la moralidad se origina en la biología del cerebro, más en concreto en su bioquímica, que nos lleva desde el esfuerzo por la autopreservación, al cuidado de nuestra prole y pareja, y a la protección de nuestros amigos y personas afines. Estos mecanismos tienen que ver con la secreción y recepción de oxitocina, una conocida hormona relacionada con el parto y la lactancia en las mujeres (aunque presente también en los varones), que se produce en el hipotálamo y es vertida al torrente sanguíneo en la hipófisis.

La oxitocina y la corrupción. Ahora bien, desde 2005 hay importantes trabajos que sugieren que altos niveles de oxitocina, junto con su adecuada recepción, aumentan la confianza entre los humanos. En la descripción de Churchland, la organización neuronal por la cual los individuos atienden a su propio bienestar fue modificada para motivar los nuevos valores del bienestar de otros; en las primeras etapas de la evolución de los mamíferos, estos otros incluían sólo la prole, pero luego se fue extendiendo a la pareja, a los amigos e incluso a extraños; la ampliación del cuidado de los otros en la conducta social señala la emergencia de lo que acaba siendo la moralidad.

Ahora bien, si filosóficamente defendemos que no hay normas morales y, además, desde la neurociencia defendemos que es completamente natural prolongar nuestro bienestar hasta nuestros allegados, a mi entender, estamos dando justificación neurofilosófica a uno de los aspectos más aborrecibles de la corrupción. Me explico. La protección de la familia, de los amigos, de los compañeros de partido o de los colegas de grupo de presión, no puede ser un nuevo imperativo categórico, es decir, que deba cumplirse en todo caso, ya que tal protección puede ser profundamente inmoral. En nuestras noticias de corrupción generalizada tenemos frecuentes casos de protección de familiares inútiles, de amigos incompetentes, de compañeros de partido ladrones. Y a algunos nos desagrada éticamente hablando. Aunque, si somos realistas, sin duda hay una tendencia natural a estos comportamientos, ya que la inmensa mayoría los practica y muchos los aceptan. Por ejemplo, si puedes robar y no se van a enterar, no seas tonto y roba.

En mi modesta opinión, tenemos mecanismos para contrarrestar esta tendencia natural, que tienen que ver con nuestra auténtica peculiaridad humana. Por peculiaridad humana entiendo aquellas características que nos distinguen de los otros animales, aunque muy posiblemente unas personas las tengan en mayor grado que otras y asimismo unas las tengan de mejor calidad que otras. Tradicionalmente, al menos desde Aristóteles, se ha pensado que la peculiaridad humana es la racionalidad. Y en gran medida es cierto, aunque debemos precisar un par de cosas. Por un lado, la racionalidad, o capacidad de inferir nuevos conocimientos a partir de otros, también está presente en muchos animales, en particular en nuestros primos evolutivos (bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes), pero entiendo que en los humanos la racionalidad se da en mayor grado, ya que sólo nosotros hemos conseguido desarrollar el rico mundo de las ciencias y de las artes. Y en segundo lugar, hay seres humanos cuya racionalidad (desgraciadamente) es de baja calidad, como ocurre en los tontos o en los retrasados mentales.

Pero existe otra peculiaridad humana, habitualmente menos apreciada (aunque se hable profusamente de sucedáneos suyos), que es la libertad o capacidad para decidir siguiendo una razón que hacemos nuestra. Éste es el mundo del espíritu a la par que de la buena elegancia. Quiero decir que mediante nuestras decisiones libres, sin duda condicionadas genéticamente y por nuestro ambiente físico y social, pero no determinadas, podemos elegir entre varias opciones y además elegir bien. (En latín, eligere significa elegir, y de ahí viene elegans y elegantia). Aunque estemos condicionados naturalmente a ser egoístas y tomar decisiones que sólo nos benefician a nosotros y a los nuestros, en virtud de nuestra libertad podemos contrariar esa tendencia natural y tomar decisiones que benefician a todos o, al menos a muchos, encuadradas en el ámbito del bien común y de los bienes morales universales. Por tanto, debemos defender un mundo moral y una ética que nos ayude a determinar esos bienes morales universales. Pero no hay que engañarse, ya que, por un lado, la capacidad de tomar decisiones libres puede estar muy reducida en algunas personas y, por otro lado, las decisiones libres pueden elegir mal. De todas maneras, frente a los corruptos egoístas (que sólo piensan en sí mismos y en los suyos) tengamos la buena elegancia de decidir lo que nos conviene a todos.

*Pascual F. Martínez-Freire es profesor Emérito de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga