Acabó. Tornillo a tornillo, cable por cable se desmontan las sucesivas vueltas que han dado esta semana los operarios de la limpieza para que la ciudad despierte ligera de tanta poca educación cívica. Cesan las patrullas policiales. Sobre todo termina la sensación de que una feria permite cualquier barbaridad por las aceras. Regresan los estudiantillos suspensos a los deberes del invierno. Los títulos en Málaga deberían de valer el doble por tanta oferta de ocio. También finalizan y se inauguran debates recurrentes sobre la feria. Obtiene aplausos quien se pone en modo despotismo ilustrado e indica al pueblo cómo vestir y cómo divertirse. Jovellanos, buen hijo de su Siglo de las Luces, abogó por permitir al pueblo que se divirtiera según sus apetencias. Por aquellos tiempos algunos moralistas querían suprimir todo tipo de teatro que no fuese religioso y espiritual. Durante la semana larga de feria no ha sucedido nada extraordinario. Dos tiroteos en Madrid y uno en Sevilla con resultado de muertes inocentes no han tenido nada que ver con esto. Lo de Gibraltar quizás se dulcifique ahora tras el paso por nuestra ciudad de muchos habitantes de aquella Roca que en realidad viven entre nosotros. Y que sea así por mucho tiempo. La columna con la que más me he identificado en esta semana de mini-faralaes y vinos dudosos fue la redactada por mi buen amigo Víctor Gómez. Ante las consideraciones por escrito y en papel diario de la feria de Málaga como una muestra de la mala educación generalizada de la ciudad, Víctor explicó que Málaga no es diferente de otras ciudades en fiestas de este tipo. Ahí están las civilizadas y ricas Pamplona o Valencia donde uno asiste a borracheras tan trabajadas como las de aquí e idénticas muestras de barbarie desaforada que termina en coitos a la intemperie, orines por todos los soportales y vomitonas que adoquinan el término municipal. Y eso que allí homenajean a un santo. Aquí la cosa es más pagana, pero no es peor. No es esta ciudad tan mala ni tan descamisada. Y respecto a Alicante, esto podría ser el Versalles más empalagoso.

Tengo un perro y eso me ha ofrecido una visión desconocida de la feria de Málaga. No porque a mi perro le guste montarse en los cacharritos, término tan malagueño, no, sino que me obliga a pasearlo de muy buena mañana. Vamos solos por el Parque de la Alameda antes de que los Servicios de Limpieza hayan recogido los desperdicios que puedo asegurar que allí quedan. Los bancos de la zona cercana a la Plaza de la Marina se encuentran llenos de bolsas y restos de comida. La papelera está a un metro tal vez. Quienes ahí dejan sus desperdicios en efecto son unos salvajes que merecen una multa que pague tanto gasto obligatorio colectivo, a la vez que enseñe con la sangre de la cartera que eso no se hace así. De acuerdo. Pero el resto del parque se puede pasear sin que nadie pase vergüenza ajena por llevar el gentilicio malagueño con el DNI. Una semana con tal descontrol bastaría para arrasar los cercados y acabar con la vida entera del parque, pero no sucede porque dentro del caos que conllevan miles de personas con muchos litros de alcohol en muchos cuerpos, la situación no llega a ser el absoluto desfase y depravación de Occidente. Fue un alto cargo policial de Asturias quien hace algunos años me hacía ver que estas concentraciones con un número razonable de incidentes graves es muy difícil que se puedan realizar en otras ciudades del tamaño de Málaga y con la cantidad de visitantes que aquí llegan con el único objetivo de pasarlo bien, actitud que cada uno entiende como le da la gana. No me gusta la feria y de hecho hoy domingo, estoy escribiendo desde el maravilloso campo rondeño. No me gusta pero no creo que sea nadie para decirle a nadie nada ni sobre su estética personal, ni sobre sus métodos para engañar a este tiempo finito que llamamos vida. Mientras que alguien no delinca, tiene sus derechos intactos, incluso el de cultivar el lado salvaje de la existencia en plan Lou Reed malaguita. Por cierto, ahora empieza la feria de Cuevas del Becerro para los muy profesionales.

*José Luis González Vera es profesor y escritor