No son más geniales los creadores de la alta costura que lo de la baja. Un vestido de Versace no tiene más mérito creativo que un jersey de paleto, siempre que se observe uno en la gama alta y otro en la baja. Llamaremos vestido de Versace al que vista Donatella en un restaurante lleno de espejos y jersey de paleto al que lleve un Don Nadie sobre un tractor sucio de tierra. Ni ese vestido ni ese jersey tienen por qué ser tan horrorosos para cumplir su función. Ni el uno merece tantos dorados serpenteantes para cenar faisán ni el otro una combinación tan desdichada de colores y formas para ordeñar vacas. Como conspiranoico, tiendo a creer que detrás de ambos modelo hay un único genio diabólico o el encarnizamiento dialéctico de dos gigante del mal gusto que han secuestrado a una parte de la humanidad. El mal gusto de bajo coste, siendo injustificable, tiene el atenuante del precio y el injustificable mal gusto del lujo, los agravantes de despilfarro inmoral y estúpido. Desde 2005 echo de menos leer un reportaje antropológico sobre la feria anual Millionaire de Moscú. Hay más como ella en Barcelona o Amsterdam, pero la triangulación de chabacanería, indigencia moral y cresos sitúa el satélite sobre Moscú. Dentro se puede encontrar una limusina con interior de discoteca y una barra de strip-tease, unas llantas de coche que cuestan un millón de dólares, unas mesas de café talladas en colmillo de mamut... Muchas cosas valen un millón de dólares lo que sugiere una política de precios como la del «todo a cien» pero en caro. Para una persona normal es una demostración de por qué hay que quitarles el dinero por la fuerza si no se puede por los impuestos. Pero para llegar al fondo de este horror hay que pasar ante el cancerbero, que adquiere la forma de una linda trapecista suspendida del techo que sirve al visitante una copa de champán. Así que dejad, los que aquí entréis, todo escrúpulo.