Los conservadores y el Partido del Progreso (FrP), una formación de extrema derecha, constituirán en Noruega un gobierno de minorías. Por primera vez en la historia de Escandinavia una opción política radical de derechas y xenófoba participará en un gobierno de coalición. No es una buena noticia. Creo recordar que fue en el otoño de 1978, cuando unos buenos amigos noruegos me invitaron a cenar con ellos en un acogedor restaurante en las afueras de Oslo. Entonces la transición política española apasionaba a todo el mundo. Y muy especialmente a los escandinavos. Estaban fascinados por la desaparición del último régimen fascista que quedaba en Europa. La verdad es que a nadie fuera de España le caía bien ninguno de aquellos personajes, antiguos aliados y admiradores de Hitler y Mussolini, con sus aires un poco vintage . Para muchos europeos era bueno que se apagaran los últimos rescoldos de una ideología que había sembrado Europa de muerte y ruinas. No olvidemos que el fascismo, por elección o por imposición, llegó a dominar la casi totalidad de los países europeos. En aquellos años aciagos solo siguieron siendo libres, junto a algunos pequeños enclaves, Gran Bretaña, Irlanda, Suecia, Suiza e Islandia.

Mis amigos habían tenido el detalle de colocar una banderita española en el centro de la mesa. Un homenaje que evidentemente estaba siendo contemplado con muestras de simpatía desde las mesas cercanas. Los ceremoniosos brindis escandinavos se sucedían, uno detrás de otro. La verdad es que todo aquello era muy emocionante. Sobre todo para alguien como un servidor de ustedes. No en vano fui uno de los afortunados que se adelantaron, sin salir de España, en atravesar acartonadas y punitivas fronteras ideológicas bastante antes de 1975.

Esa salida adelantada del corral de cautivos fue posible gracias a unas circunstancias puramente geográficas. Las que representaban el vivir en lugares como Torremolinos y Marbella. Donde los turistas y los residentes venidos desde más allá de nuestras fronteras encapsulaban una realidad nueva, menos lúgubre, y además nos servían de elemento aislante o amortiguador en un entorno que, cuando no era cómico, podía ser feroz. Como había dicho Azaña, cuando dio por inminente el triunfo del Fascio, los españoles estábamos entonces condenados en el futuro a una pobreza estrecha y a trabajos forzados si no queríamos vernos en la necesidad de sustentarnos de la corteza de los árboles. Los primeros veinte años de dictadura dieron la razón a don Manuel. Aunque ni siquiera un brillante intelectual como él pudo imaginar aquella gradual revolución, pacífica y alegre, que cambiaría nuestras vidas con la llegada de los primeros cientos de miles de turistas.

Esos amigos noruegos que me ofrecían en Oslo su hospitalidad y su afecto me comentaban que también ellos lo pasaron mal en la primera mitad de los años cuarenta. Los nazis, patrocinadores de regímenes como el del general Franco o el de Vidkun Quisling en la misma Noruega, invadieron y ocuparon el antiguo reino escandinavo con una dureza y una crueldad sin precedentes en una sociedad pacífica y democrática como la suya.

Aquella fue una noche que agradeceré siempre a mis amigos noruegos. ¿Seríamos alguna vez felices como ellos? Complicada pregunta. Se acercó el momento del café y los poderosos licores nórdicos. Mis amigos me tenían todavía reservada otra sorpresa. Nuestro anfitrión se levantó para dirigirse a los otros comensales del restaurante. Les explicó que yo era su amigo de España, donde cada año muchos noruegos pasaban sus vacaciones. Les pidió permiso para poner un disco que se había traído de su último viaje a Andalucía. Según él, eran canciones de la resistencia española, interpretadas por un grupo de jóvenes artistas llamado Jarcha. La canción que oímos se llamaba Libertad sin ira . Por un momento tuve la sensación de que aquella humilde banderita en el centro de la mesa se hacía inmensa y que al final nos envolvía a todos.