Asistimos diariamente a un deterioro de la enseñanza a todos los niveles con recortes en profesorado, en becas, en investigación, es decir en todo lo que significa futuro para un país, y nos sumergimos en un absurdo y agotador debate sobre bilingüismo o trilingüismo.

Parece como si todos, unos por despecho nacionalista, otros por complejo de inferioridad en relación con el inglés, nos empeñáramos en hundir el castellano, lengua universal, segunda en difusión internacional y objeto de estudio en todo el mundo.

Los sucesivos gobiernos no han sabido o querido defender suficientemente el castellano en los organismos internacionales como hacen otros países -véase Francia o últimamente también Alemania- con el suyo. De ahí que se vea cada vez más preterida: el último caso en el registro de patentes.

Uno entiende perfectamente que un esloveno, un letón, un holandés o un noruego tengan que dotarse de un segundo o un tercer idioma para moverse por el mundo porque es para ellos casi una cuestión de supervivencia.

Al tratarse de lenguas minoritarias, muchos libros de texto, científicos o literarios no estarán traducidos a ellas sino que habrán de consultarse o leerse directamente en el original.

No se me malinterprete: defiendo como el que más la utilidad de aprender idiomas, empezando por el inglés, la nueva lengua franca, sobre todo en el terreno de la ciencia y la economía, pero sin por ello olvidar que existen otros cuyo conocimiento supone un enriquecimiento personal además de abrir puertas en el mundo.

Sin embargo, no deja de resultar esperpéntico que quienes desde que llegaron al Gobierno y con el argumento de que hay que recortar el gasto público como nos imponen desde fuera, no han hecho más que devaluar nuestra enseñanza, se empeñen en que la única forma de mejorar el rendimiento es dar más materias directamente en inglés.

Enséñese un buen inglés, o francés o alemán o chino, con clases de esos idiomas impartidas por buenos profesores, que los hay, pero sin obligar a otros maestros que pueden ser excelentes en las materias que enseñan a aprender a chapurrear una lengua para explicar sus asignaturas a unos alumnos que tendrán que esforzarse todavía más en entender lo que se les dice.

Si el alumno es ya bilingüe, como puede ocurrir en Cataluña o las islas Baleares, parece lógico que la enseñanza se haga en cualquiera de las dos lenguas, preferiblemente en ambas, alternándolas o dosificándolas, según convenga.

En cuanto a los idiomas, enséñenseles a los niños desde pequeños, ofrézcanse las películas en la pantalla grande o en la televisión en versión original con subtítulos, como ocurre en otros países, para que se vaya acostumbrando el oído al sonido de esas lenguas.

Y cuando todo eso sea una realidad, tal vez entonces sí sea oportuno dar determinadas asignaturas directamente en inglés como ocurre en otros países. Pero un inglés rico y complejo, no de andar por casa.

Un inglés que, sin menospreciar en ningún momento el español, servirá para investigar y comunicar al mundo lo investigado y no sólo para trabajar de camarero, de azafata o de guía turístico, profesiones, todas ellas dignísimas, pero a las que no podemos condenar a todos nuestros jóvenes.