­­­El nuevo Secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, declaró hace unas fechas a un periódico de Venezuela -país en el que ha sido hasta la fecha nuncio de la Santa Sede-, que el celibato de los sacerdotes no era «un dogma», y que, en consecuencia, podía «discutirse» acerca de su vigencia. No obstante, a renglón seguido expresó una advertencia que matizaba, e incluso anulaba, el sentido de su primera afirmación, a saber, que un Papa ha de tomar decisiones que no dividan al pueblo católico.

Si con sus palabras en la entrevista que le hicieron los Jesuitas -que por su resonancia es ya «la entrevista», por antonomasia-, el Papa Francisco ha causado división de opiniones, no es necesario figurarse el estruendo que causaría la transformación del celibato obligatorio en opcional. De hecho, una modificación así de la tradición de la Iglesia no podría ser proclamada por un Papa en solitario -podría hacerlo, pero con un coste altísimo-, sino, como mínimo, tras un sínodo de obispos que deliberaran y se inclinaran mayoritariamente hacia dicha reforma, o incluso por un concilio que abordara éstas y otras cuestiones. Y todo ello tras un largo periodo de reflexión y de aclimatación mental. Una reflexión que debería estar encabezada por los teólogos, analizando y examinando la historia del Cristianismo y proponiendo que la nueva fórmula no rompería la tradición, sino que la desplegaría mediante una nueva costumbre.

Pero, he aquí el problema: ¿Dónde están hoy los teólogos? ¿Dónde están los pensadores de la Iglesia que vayan más allá de glosar los documentos pontificios, es decir, el magisterio ya establecido?

Medio en broma, medio en serio, un cardenal de la Iglesia decía hace poco que era imposible convocar ahora mismo un Concilio Vaticano III -pongamos-, porque no existen teólogos de gran nivel. De hecho, al Vaticano II le precedieron años en los que Alemania, Francia o Bélgica contaron con un potente grupo de teólogos -entre ellos, Joseph Ratzinger-, que fueron preparando un movimiento de renovación eclesial. Pero hoy no se dan las «catequesis» de los teólogos prácticamente en ninguna materia, y los que lo hacen revisando asuntos doctrinales ingresan en una especie de disidencia, bien tolerada a medias, o bien sancionada por el Vaticano.

Pero, pese a no existir las catequesis teológicas, sí se muestran importantes ciertas catequesis de la realidad. Tres hechos, en particular, permiten dudar hoy de la solidez absoluta del celibato obligatorio. Primero, que en las iglesias orientales católicas sí existen los sacerdotes casados desde hace siglos. Segundo, que al admitir el Papa Benedicto XVI el retorno de grupos de anglicanos a la comunión con Roma, no se les impuso el celibato a sus sacerdotes ya casados. Este segundo caso tiene su justificación, ya que la Iglesia católica no puede romper el vínculo matrimonial, indisoluble por definición.

Sin embargo, tanto el caso oriental como el anglicano señalan a que el matrimonio de un sacerdote en nada impide su ministerio. Y un tercer hecho consiste en que el número de diáconos permanentes -muchos de ellos casados-, ha crecido hasta alcanzar los 40.000 en todo el mundo católico, la décima parte de los sacerdotes célibes. Incluso existen diócesis donde, en el plazo de unos años, la cifra de diáconos casados sobrepasará al de curas. Nuevamente se trata de personas que, aunque no puedan administrar los sacramentos de la eucaristía, la penitencia y la unción de enfermos, desarrollan una labor que no se ve impedida por su familia. El peso de la realidad en estos tres casos es innegable. Con todo, hay que ir despacio.