Lo fácil es ponerte el traje de señor ético y de moral intachable y atacar a Ana Rosa Quintana por su morboso despliegue de corresponsales por el asesinato de la pequeña Asunta; lo fácil es quedarse boquiabierto ante la última marcianada de Mariló Montero -«si acababa de morir su cuerpo aún estaba blandito»; lo fácil es recordar cómo Nieves Herrero -hoy, tratando de redimirse como autora de libros; lo que hace todo el mundo, que el mercado editorial edita a todos menos a escritores- abrió la puerta a la ponzoña con su live in Alcàsser. Siempre, siempre lo fácil es criticar a una señora pija con el pelo teñido y lacado haciéndose pasar por un ser emotivo que siente, padece y empatiza con el horror ajeno. Pero las cosas no son tan sencillas como eso, y los maestros del terror no sólo habitan en las cadenas de televisión. Un ejemplo, el texto de Manuel Jabois del fin de semana pasado en El Mundo a propósito de la muerte de Asunta; no, no es la misma anarrosaquintanada pero los apuntes literarios -«Todos sudan por el calor que hay en el piso menos Charo, que tirita»: ay, qué daño ha hecho Gabriel García Márquez a la profesión- y las referencias culturalistas -a la película Matar a un ruiseñor, por ejemplo- desprenden el hedor de una especie de nuevo sensacionalismo, el aceptado por las élites cultas. Huyan de un periodista que diga que les va a contar una historia humana -¿qué se cuenta en los periódicos, historias de robots?-, abandonen la página cuando lean a un informador ponerse estupendo y creerse Truman Capote -de hecho, si la mayoría de locos se creen Napoleón Bonaparte, la mayoría de periodistas se creen Truman Capote-. Oiga, que A sangre fría es un libro potente, revelador, magnífico; por supuesto que lo es, un libro, basado en una investigación periodística de meses de entrevistas con los protagonistas in situ y con el beneficio que siempre otorga el tiempo pasado por encima de los hechos. Ya no se hacen así las cosas: ahora se cazan al vuelo apuntes urgentes, notas de color y frases llamativas oídas/leídas no sé dónde, se meten en el calzador de lo literario y, hala, reportaje con el que lucirse a partir del asesinato de una niña -no pasa nada, ya es costumbre: cuando se muere alguien importante de la cultura, me cuentan que en los periódicos nacionales hay peleas entre los redactores por hacerse cargo del obituario: claro, son textos estilísticamente agradecidos, porque siempre nos ponemos tan poéticos con la muerte€-. Luego estos profesionales tienen a sus palmeros, que les jalean sus artefactos -insisto: trenzados con una calidad indudable- y que son, precisamente, los que más y más cruelmente vociferan contra las reinas del morbo catódico.

No lo entiendo. Como tampoco entiendo que haya gente que diga que está «enganchada» a la historia de este asesinato, como si fuera una película con una trama adictiva -se lo leí a alguien a quien respeto desde lo intelectual y que no es precisamente una persona amoral-. Sí, soy consciente de que la realidad ya no es lo que era y de que ahora vivimos en un relato construido a partir de ella, de que en los telediarios ya insertan música incidental en las noticias para amplificar las emociones de las historias, de que los bustos parlantes de las noticias ya ponen cara de guays cuando cuentan algo light o de censores mosqueados cuando dan paso a una información tremenda, dura. Sí, si todo eso lo sé... Pero que se produzcan estas cosas con la muerte de esta chiquilla tan reciente me parece de una obscenidad lacerante. Pero así está el mundo ahora y poco podemos hacer más que lamentarlo.