En su inquietante alegoría de la perversión, Mary Shelley cuenta en Frankestein cómo la rebelión de la criatura contra su creador es un claro mensaje del castigo por el uso irresponsable de la tecnología. En cierto modo, podría ser atribuible al caso de Twitter y a su cofundador Evan Williams, que últimamente se ha despachado a gusto sobre el invento. «Hay mucha basura en las redes sociales, mucha en los blogs y muchísima en internet», dijo refiriéndose a la batalla desigual que la información de calidad libra contra el ruido, las noticias manipuladas, los bulos y el material que se filtra diariamente en la Red.

En algunos casos se ha dado en llamar periodismo callejero a todo este conglomerado del disparate, con un autobombo propio de la banalidad que genera el consumo gratuito y voraz de lo que se vuelca en los servidores. El propio Williams reniega de los 140 caracteres y del desbocado apetito supuestamente informativo de miles de internautas mientras aboga por análisis sosegados, historias mejor contadas y otros enfoques con contenidos largos en su nuevo proyecto «Medium», un canal cuyo objetivo es transformar los hábitos de lectura entre los más jóvenes.

Misión complicada, puesto que el mayor anzuelo para los pescadores de la Red es la banalidad. El consumidor medio se resiste a pagar por historias bien escritas, análisis en profundidad de las noticias seleccionadas y jerarquizadas, o las ideas inspiradoras que actualmente preconiza Evan Williams. Por el contrario, se conforma con cuatro titulares llamativos sobre los asuntos más triviales para poder presumir de información en las discusiones más peregrinas de las redes sociales. El objetivo, antes que mantenerse informado, es estar conectado, a veces no se sabe muy bien para qué, y sin tener que soltar un euro por la divulgación constante de desconocimiento general en los chats.

Precisamente son estos consumidores, no clientes, de la banalidad los que han impuesto sus leyes en la jungla de internet. Los periódicos, durante décadas sujetos a los razonables vaivenes en los quioscos, se encuentran inmersos en una crisis de papel y de lectura y por ese motivo se han visto obligados a sumarse a la dictadura que impone un oligopolio internauta con el señuelo de los servicios gratuitos que ofrecen Google, Yahoo y Microsoft, que se forran a costa del trabajo de los demás y someten los contenidos informativos a una preocupante manipulación. A la deriva en el mar proceloso de la homogeneidad, dudan entre si lanzarse a la caza del visitante único utilizando ardides ajenos al periodismo (listas, palabras estratégicas, titulares trampa, contenidos a la medida de la publicidad, etcétera...) o perseverar en los paquetes de calidad para no poner en riesgo el prestigio de las cabeceras en un negocio que, además, no ofrece por el momento las suficientes garantías como para echarse en sus brazos.

Desde el momento que se anunció la compra del Washington Post por el dueño de Amazon, los editores observan los movimientos de Jeff Bezos para ver lo que un empresario forjado en el éxito de los nuevos negocios digitales es capaz de hacer con una cabecera símbolo del gran periodismo en medio de la mayor encrucijada. Sus pasos son seguidos y sus palabras escrutadas, pero hasta ahora no puede decirse que Bezos esté dispuesto a sacrificar la calidad en busca de réditos que nadie garantiza en el bazar de las gangas de internet.

Para empezar, ha despejado las primeras dudas sobre sus preferencias. Le gusta el periódico impreso de toda la vida y está dispuesto a promocionarlo en los distintos soportes digitales ofreciendo a través de la selección diaria de sus mejores noticias y análisis (news bundle) la mejor visión del mismo. Ha repetido, como si se tratara de una especie de mantra, que el Post, el periódico que desveló el Watergate y jamás ha renunciado al periodismo de investigación, invierte energía, sudor y muchos dólares en publicar historias importantes que después las webs resumen en cuatro minutos para lectores que acceden a ellas de forma gratuita. Bezos quiere preservar la integridad coherente del periódico impreso en la tableta y proponer, al mismo tiempo, su lectura a través de una edición digital atractiva, no expuesta al guirigay de los resúmenes y el cóctel esquizofrénico de las banderolas (banners) publicitarias que interfieren como reclamo.

Resulta alentador comprobar, al menos inicialmente, cómo un empresario que ha sabido desenvolverse como nadie en el negocio digital quiere preservar las características de la vieja industria periodística sabiendo que son, además, la garantía de que el periodismo no va a desaparecer subsumido en la cueva de Alí-Babá. Lo contrario sería una estupidez. Por explicarlo de otra manera Bezos no ha comprado Ferrari, consciente de lo que significa, para despojarlo de sus virtudes y fabricar bajo esa marca chorizos.

Eso sí, Bezos se ha apresurado a dejar claro que, sin renunciar al fondo, los periodistas deben esforzarse en no resultar aburridos para el lector. Tener talento no significa ser plúmbeo. Las historias tienen que enganchar sin por ello traicionar el rigor. Se trata de competir, no ya sólo con otros medios sino de captar la atención de lector tentado por otro tipo de sugerencias que se asoman al bazar digital y que no tienen nada que ver con las noticias que publica un periódico considerado serio.

La plantilla del influyente Washington Post, pese a los recortes de los últimos tiempos, puede presumir de calidad contrastada. El periódico no ha abandonado ninguna de las reglas de oro que figuran en su ideario periodístico. Entre ellas se encuentra no arrugarse ante el poder si se trata de publicar una información que merece ser leída por el cliente. Otra cosa, no hay apenas piezas en el Post que no superen las 1.500 palabras.

Bezos sabe lo que he comprado y por qué lo ha comprado. Su apuesta por preservar los mismos contenidos de la cabecera impresa que salen de la redacción sin someterlos a la tiranía del oligopolio de la Red puede mostrar el camino a seguir del periodismo en su difícil reconversión y, al mismo tiempo, permitir curarse de la mediocridad que en algún momento lo ha empezado a atenazar. No hay un visitante único en internet; a partir de ahora habrá que decidirse por un tipo de clientela y ofrecer calidad en la historias a cambio de pago.