Cuando queremos poner el ejemplo de un comportamiento despótico en el que se mezclan el capricho con la irracionalidad más cruel, nos acordamos de Nerón, el emperador al que la leyenda atribuye la responsabilidad de un incendio devastador en la ciudad de Roma. Un suceso que aprovechó para culpar a los cristianos, por entonces una secta minoritaria, e iniciar la primera persecución contra ellos. No está muy claro si todos esos hechos son rigurosamente ciertos pero da igual, al fin y al cabo todos los rasgos de carácter para la posteridad se pintan con trazo grueso. A los escolares de mi época nos impresionó especialmente una película, Quo vadis, en la que Peter Ustinov interpretaba el papel de Nerón. Y había una escena fantástica, durante una juerga, en la que el emperador analizaba a través de una lente de color verde a las mujeres que participaban en ella, la mayoría escasas de ropa. El Nerón del que tuvimos noticia los escolares era gordo, glotón, caprichoso y ordenaba crueldades con gesto displicente, como quien juega. Y contemplaba tantas y tan seguidas que se aburría con ellas. Hasta el punto de bostezar en el circo mientras los gladiadores se mataban entre ellos, o los leones devoraban a los cristianos. En esa escalada de atrocidades, cada vez más grandes, concibió la idea de incendiar la ciudad de Roma para que le sirviese de inspiración mientras componía unos versos horrorosos acompañándose de un instrumento musical. Al final de la película, el pueblo, harto de sus sangrientas excentricidades, se rebela contra Nerón, que acaba por suicidarse. Digo lo que antecede porque, salvadas las distancias, una buena parte de nuestros alcaldes y presidentes de diputaciones y comunidades autónomas han usado de su competencias con parecida arrogancia. Por supuesto, que no son reos de crímenes horribles, ni presiden matanzas en el circo, ni ordenaron incendiar ciudades para inspirarse, pero la lista de excentricidades y caprichos suntuarios es enorme. Sin ir más lejos, estos días se ha iniciado el juicio contra Carlos Fabra, poderoso expresidente de la Diputación de Castellón, como supuesto autor de un delito continuado de tráfico de influencias, otro de cohecho y cuatro fraudes fiscales. El señor Fabra, un ejemplo vivo de caciquismo político, es el responsable, entre otros magnos proyectos, del aeropuerto de Castellón, el primer caso mundial de aeropuerto para usos peatonales. La larga mano del señor Fabra lo enreda todo en su provincia y, entre otras cosas, consiguió que su juicio se pospusiese durante diez años, en un caso del que han entendido nueve jueces y cuatro fiscales, alguno de los cuales tuvo que pedir amparo ante el Consejo del Poder Judicial por las presiones recibidas. Pero no menos cacique que Fabra en Castellón es José Luis Baltar en Ourense. De hecho, él mismo se califica como «cacique bueno». Ahora, nos hemos enterado de que la Unión Europea le reclama a la Diputación que él dejó en herencia a su hijo doce millones de euros por desvío de fondos. Entre otros destinos, para patrocinar un rally automovilístico, un barco de regatas y unas clases para montar a caballo. La idea de construir la Ciudad de la Cultura en Santiago de Compostela podría habérsele ocurrido perfectamente a Nerón. O a alguien parecido.