Entenderlo es algo difícil; admirarle, mucho más sencillo. La temporada de Rafael Nadal merecía un triunfo más lucido que el forzado por la lesión de un contrincante aunque, en todo caso, no ha recuperado el liderato del ránking de la ATP, que en algún momento todos temimos que no volvería a oler, por un partido, ni siquiera por la remontada épica muy a su estilo en cuartos de final ante el italiano Fognini, sino por un año de ensueño saliendo de las profundidades.

Nuestro renovado y flamante número uno no ha dejado de afirmar que dicha meta no le quitaba el sueño. Tenía razón. Si hubiera caído antes de la semifinal del viernes, nadie habría discutido su corona, que no es sólo una cuestión de puntos, sino de resultados y empeño personal.

La gran hazaña del jugador manacorí no consiste en batir o sacar de la pista, dura o arcillosa, a cuanto rival se le ponga por delante, sino en haber sido capaz de triunfar sobre sí mismo. Nos ha enseñado que por muy desgraciado que uno se crea y por muy hundido que esté, siempre hay un camino de superación que se recorre con fe y sacrificio. Y con medios, por supuesto, a los que no todo el mundo tiene acceso. Este trecho no lo ha recorrido en solitario, sino apoyado por su equipo de trabajo, sus amigos, su familia y recursos médicos y tecnológicos de vanguardia.

El complejo y discutido sistema de la ATP para establecer la clasificación mundial, comprendido y valorado por los propios tenistas, relativiza en el fondo la trascendencia de su impacto. Nadie le quitará a Roger Federer lo que ha sido, y aún es, como nadie dejará de recordar a Rafael Nadal como un icono del deporte internacional. Hemos tenido la suerte de poder disfrutar su tremenda carrera, ver sus mejores encuentros, sus emocionantes retos pero, por encima de todo, nos ha permitido conocer su lado humano en lo mejor y en lo peor: la esencia y el por qué del deporte.