Un programa basado en los placeres del estómago acaba de desplazar a otros que hasta ahora dominaban la tele bajo el reclamo del corazón, el útero, las regiones del bajo vientre y la zona terminal del intestino. La cocina de Top Chef derrotó en hora punta a los espacios de cotilleo que suelen ofrecer todas las cadenas y, en especial, la que posee en España el ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, que últimamente no gana para disgustos.

Se conoce que los españoles, gente visceral, han cambiado sus preferencias en materia de vísceras. El lugar del corazón lo ocupan ahora en la pantalla las emisiones de tema culinario que atienden a la satisfacción de la barriga: esa parte del organismo en la que se fragua el bienestar de todo el cuerpo, según advertía sabiamente Don Quijote a Sancho.

Extraña un tanto el éxito de estos programas en España, si se tiene en cuenta que la cocina era hasta ahora un negociado bajo estricto dominio de los franceses. No sin razones históricas, desde luego. Cuando la Revolución Francesa comenzó a segar cabezas de rey, el numeroso personal de cocina y comedor que la nobleza tenía a su servicio se encontró de un día para otro sin empleo, como un español cualquiera de los de hoy. Muchos de aquellos parados tuvieron que reinventarse como autónomos: y de ahí nacieron los primeros restaurantes al servicio de la nueva clientela burguesa que había hecho la Revolución.

La de España fue más bien una tradición caminera de figón, venta y cantina, como corresponde a un país de curas y terratenientes que no supo hacer en su momento los deberes de la revolución industrial. Parece lógico que en una tierra de misa y olla como esta no cundiera la afición a la gastronomía, salvo las notables excepciones del País Vasco y Cataluña, donde la temprana irrupción de las fábricas propició un mayor interés por el asunto. Tanto como para que a día de hoy sean los reinos autónomos con mayor número de estrellas Michelín de toda la Península.

Arzak y Ferrán Adriá -entre otros muchos- elevaron a escala mundial la fama culinaria de la Península; aunque lo cierto es que se trataba de una gastronomía para elites de difícil extensión al pueblo por su propia naturaleza. Como en tantos otros aspectos, la popularización de la cocina en España procede en realidad del mundo anglosajón, tan detestado y admirado a la vez.

La tele española no ha hecho más que imitar los exitosos programas del británico Gordon Ramsay, reencarnado aquí en un Alberto Chicote que no para de batir récords de audiencia con sus versiones de Pesadilla en la Cocina, Masterchef y otras variaciones de la misma melodía gastronómica. El resultado en términos de audiencia ha sido tan arrollador que, contra toda lógica, los programas de cocina compiten ventajosamente ya con los del hasta ahora imbatible Jorge Javier Vázquez.

Decían las madres de antes que a los hombres se les conquista por el estómago: un consejo para hijas casaderas que acaso sea menos antiguo de lo que parece, a juzgar por el éxito multitudinario de los espacios de cocina en la tele. Es así como este que fue país de tragaldabas -o gourmands- lleva camino de convertirse en tierra de exquisitos «gourmets» gracias a la tele. Ya solo nos queda adquirir otras costumbres francesas relacionadas con el bajo vientre. A ver si los programadores se ponen a ello.