Se llama Jesús, igual que yo, y desde hace unas semanas vive debajo de mi casa. Pasa los días en la calle y las noches en su coche. Dice no tener ningún vicio y se muere de vergüenza cada vez que se ve en la necesidad de pedir para agua o un bocadillo. Tiene hepatitis. La combate con pastillas, no necesita pincharse. Aparenta cincuenta y largos, pero apuesto a que es algo más joven. Le acompaña una mujer. Ambos son pobres. Lo único que quieren es ropa y alimentos. Y en la búsqueda de estas cosas pasan los días. De vez en cuando conducen hasta los montes para asearse en una fuente. Después regresan y aparcan a la puerta del edificio donde vivo. No son los primeros en llegar: ya desde hace un año largo vive en la misma calle otro hombre. También en su coche. También es pobre. Jesús y yo nos cruzamos cada mañana. Nos saludamos como buenos vecinos. Nos preguntamos cómo estamos hoy. Dice que sus hijos viven lejos, que está solo y que los Servicios Sociales no le hacen mucho caso. Le han ofrecido una casa en un barrio al que, insiste, no se iría a vivir aunque se acercase un huracán. No le gustan los problemas. Se declara un tipo honrado que en su día prefirió pagar sus deudas a dejar a sus empleados en la calle y sin cobrar. Tenía un bar. La vida le está dando una paliza de la que puede que no salga. Su cama es el asiento de su coche. Lo reclina hasta el fondo antes de echarse a dormir. Seguro que sueña que vivir es un mal sueño. Al saber de su situación me apresuré a comprarle algunas cosas. Mientras esperaba en la cola del supermercado para pagar, una joven salió corriendo con cuatro bolsas de pañales en la mano. La cajera no pudo hacer nada para evitar el robo. La chica se subió a la moto de su amiga, que la esperaba en la puerta, y se marchó a toda velocidad. No se llevó una botella de ron, ni un recambio de maquinillas de afeitar, ni un perfume. La muchacha, que no tendría ni veinte años, robó para mantener limpio a su bebé.

Cada vez con más frecuencia me cruzo en el barrio con jóvenes que van mirando en el interior de todos los contenedores que encuentran a su paso. Algunos van acompañados de su mujer. Y varias de ellas van tirando del carrito de un recién nacido. Pensar en que toda una familia, tan joven, se ve obligada a sobrevivir de nuestros restos me hace pensar lo miserables que somos. Todos. Y lo poco que nos paramos a reflexionar en que son tres millones de españoles los que viven con 300 euros al mes. Montoro es un auténtico imbécil, lo sabemos, pero sus palabras no merecen más atención. Es Jesús y todos los que han tocado fondo los que la necesitan.