Robar es barato y rentable en España, patria de Luis Candelas donde los ladrones se multiplican atraídos por la magnífica relación calidad/precio que este país les ofrece en materia de delincuencia política. Bien lo saben los saqueadores de Marbella, recién condenados a penas que por su levedad no impedirán a la mayoría de ellos disfrutar gozosamente de los bienes y caudales mal habidos. Son el último ejemplo, pero no el único y en modo alguno la excepción.

Aquí ha metido mano en la caja del contribuyente todo el mundo: desde gente sin ánimo de lucro situada en las alturas de la realeza hasta los combativos sindicatos que se encargan de defender al trabajador, previo cobro de honorarios y botes.

Las facilidades son aún mayores en el caso del Gobierno, naturalmente. La llave de los presupuestos permite adjudicar obras a cambio de financiación para el partido, lo que quizá explique casos como los de Bárcenas, Filesa, Gürtel y tantos otros que han convertido a los políticos en la tercera causa de preocupación de los españoles, solo por debajo del paro y la crisis. Nada más lógico, si se tiene en cuenta que en las dos últimas décadas han visitado aquí la cárcel un gobernador del Banco de España, un director de la Guardia Civil, la jefa del Boletín Oficial del Estado, algún ministro y hasta una presidenta de la Cruz Roja.

A Luis Candelas, bandolero de Lavapiés, le ha tomado el relevo Luis Bárcenas, que al parecer ejerció el oficio de manera mucho más sutil y sin necesidad de trabuco. Del mismo modo, la cuadrilla de los Siete Niños de Écija -que en realidad eran catorce- encuentra su prolongación natural en los cientos o tal vez miles de políticos que durante los últimos años se han repartido millones de euros de los presupuestos. Sin olvidar, claro está, a aquellos sindicalistas que pudieran haberle hincado el diente a los fondos para formar parados en las tierras del sur que limitan con el desempleo.

Con las peculiaridades autonómicas propias de cada territorio, la mangancia es una costumbre generalizada en toda España. Se roba en los ambientes de la vieja burguesía catalana; entre los representantes de la clase obrera del sur y el latifundio; en la húmeda Galicia, en el Madrid de todos los pelotazos y, para no ser prolijos, en casi cualquier lugar de la Península. El que no roba no mama y el que no afana es un gil.

A veces hay que pagar algún precio por esta afición a cambiar el dinero de sitio; pero el peaje suele ser barato. La experiencia sugiere que incluso aquella minoría de golfos a los que algún juez pilla in fraganti acaba por saldar sus cuentas con unos pocos años de cárcel, para luego disfrutar de la fortuna rápidamente adquirida.

Tanto abuso de la rapacidad ha dejado más bien mustias las arcas del Estado, que ahora se ve obligado a trampear con la deuda sin más que colgársela a los trabajadores y pensionistas. Fácil es comprender que los luteranos de Centroeuropa, tan dados a prodigarle un cuidado reverencial al dinero, no estén por la labor de seguir liberando caudales a unos españoles -y griegos, e italianos- de demostrada afición a gastárselos en vicios.

Barato y asequible para quienes lo perpetran, el saqueo nos está saliendo carísimo, sin embargo, a los vecinos de España en general. Y tal vez no resulte fácil erradicar esa costumbre en un país que convirtió en héroe de ficción al bandolero Curro Jiménez.