Fíjate en ese hombre. Mejor, en su camisa blanca. Se la ha puesto limpia hoy, para ir a donde quiera que vaya. Es la camisa más limpia de este vagón del metro. Y la más natural. Ha perdido el apresto característico de las prendas nuevas, pero ha ganado una elasticidad que proporciona a su dueño un aire de vitalidad envidiable. Da la impresión de que él lo sabe, sabe que esa camisa le va a traer suerte. Son las siete de la mañana, apenas hemos estrenado el día y nos espera una jornada agotadora de momentos felices o de decepciones, de gracias y desgracias. A alguien, en algún sitio, le habrá tocado el cupón de la ONCE. Quizá lo esté leyendo ahora mismo en el periódico. Y mientras se queda sin respiración por la sorpresa, un coche estará chocando con otro en algún punto de la ciudad, una ambulancia atravesará las avenidas. Una pareja de adúlteros, en un hotel, retrasará el momento de abandonar la habitación. Millones de moscas morirán esta semana, con los primeros fríos del otoño. Millones de palabras como las mías se despeñarán por la grieta de internet en forma de blogs, de artículos, de correos electrónicos, de multas de tráfico. Los análisis clínicos recorrerán la red viajando desde los laboratorios a las consultas de los médicos y desde éstas al ordenador de los pacientes. Pida usted hora para la semana que viene, tenemos que hablar de su tensión, de su colesterol, de aquella especie de granito que le salió en la pestaña izquierda. De súbito, te viene a la memoria el teléfono de la casa de tus padres. Un teléfono que hace treinta o cuarenta años que no suena. Pero el hombre de la camisa blanca, sentado frente a ti, se ha convertido en el centro del universo. Se lleva la mano a los botones superiores y duda si abrirse otro botón. Ahora, lo normal es llevar dos desabrochados, pero el hombre no está seguro. Viene de un mundo en el que ese detalle implicaba un grado de seguridad del que él carece. Hay algo retador en el asunto de los dos botones y él es un tipo medio tímido. Seguro de sí, pero medroso. Finalmente, decide quedarse como estaba, con un único botón fuera del ojal. La decisión le ha relajado. Parece que hoy, precisamente hoy, se va a comer el mundo. Él y su camisa, para ser exactos, se lo van a comer. Buena suerte, amigo.